Hay una crónica de Dylan Thomas, inserta en su libro "Retrato del artista cachorro", que se llama así. La anécdota trata sobre un juez que debe dilucidar la paternidad de un niño, y en la interpelación a las parejas involucradas se entera que habían tenido sexo entre los cuatro. El juez comenta su decisión con la frase que encabeza este post.
Ayer me acordé de esa frase, pero no por un tema parecido. Aprovechamos el sábado para hacer una diligencia en el Centro Comercial Chacaíto. Después de una larga espera en procura de que se desocupara un puesto en el estacionamiento superior, por fin pudimos pararnos frente al Central Madeirense. Hicimos lo que teníamos que hacer, vimos las colas de gente esperando que abrieran un outlet de zapatos deportivos (¿será que los obligaron a vender a precios justos?) pagamos la nueva tarifa del estacionamiento, y al regresarnos, noté que en capó del carro habían dejado un pliego de ofertas del automercado, rasgado, como si el vehículo fuera una papelera. Tomé el papel, lo fui a botar, y cuando regresé vi que una criatura, de unos 3 años aproximadamente, pantalones en las rodillas, estaba orinando con evidente placer el caucho delantero izquierdo, bajo la mirada indolente de su madre. Le recriminé el hecho, y fue como hablarle al aire. La mamá ni siquiera volteó a mirarme, ni esbozó un intento de excusa. El pobre niño, por supuesto, no tuvo la culpa; cuando la naturaleza llama lo más natural es atenderla. Exactamente igual a los perros.
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