Un milagro hizo que aparecieran las caraotas negras en el supermercado, mientras hacíamos la compra, y
pudimos por fin adquirir un par de paquetes después de una prolongada
abstinencia. Un kilo, que para nuestra familia puede servir para tres o cuatro
repeticiones. La encargada de la preparación de los granos en casa es mi esposa
Marianella, pues es quien tiene el dominio de la cocción. Yo ayudo
ocasionalmente, casi siempre corrigiendo el punto de sal o verificando el
ablandamiento de los frijoles. Ella las pone a remojar desde la noche anterior,
y luego las monta con solo agua. Cuando ésta
hierve, baja el fuego, le agrega los aromas y la sal, y luego aguarda
por su cocción definitiva. Como ven, una manera bien sencilla de prepararlas,
con resultados satisfactorios.
Ayer, por cuestiones de repartición de tareas, me tocó a mí el proceso
de aliñar las caraotas, y eché mano a lo que había en la casa: un par de ajíes
dulces, una ramita de cilantro, un poquito de comino, y por supuesto sal. Piqué
los ajíes bastamente, y el cilantro con mayor dedicación hasta obtener unas
partículas que pudieran ser esparcidas en la olla. Y espolvoreé apenas una
pizca de comino, pues puede ser muy invasivo si se abusa de él.
Cuando hube terminado, y aún después de lavarme las manos, noté que en
ellas persistía el olor penetrante del cilantro, e inclusive podían apreciarse
las notas del ají dulce, muy en el fondo. Y me puse a cavilar sobre el poder
evocador de los aromas. Casi fatalmente me retrotraje a mi infancia, a la cocina
de mi casa. Aunque los aromas allí eran otros: reinaban la albahaca, el romero,
la salvia, el orégano. Olores mediterráneos, italianos. Los aliños criollos no
tenían cabida frecuente, salvo cuando mi madre se aventuraba a preparar algún
platillo venezolano que le enseñara una vecina. Y aún así esas recetas eran
corregidas, para albergar algún ingrediente que las hicieran más aceptables a
los paladares a los cuales estaban destinadas.
Tal vez el ejemplo más patente de esta situación tuvo lugar cuando se
nos ocurrió hacer hallacas en casa de mis padres, por primera (y última) vez.
Para ese momento ya era novio de Marianella, y había participado en tal vez una
o dos ceremonias de preparación del condumio navideño en su hogar, por lo que me
consideraba bastante preparado como para dirigir, acompañado por ella, una
jornada de elaboración de hallacas. Sin embargo, hubo un factor que no tomé en
cuenta: la creatividad de mi padre. A él se le ocurrió que, en vez de elaborar
un guiso tradicional, podíamos rellenar las hallacas con un estofado propio de
la región del Véneto, la pastisada. No
de caval, es decir, de caballo, como se
elabora en la receta original, sino de algún corte de segunda que permita la
larga cocción de la carne, y que no infrinja ninguna ley de protección animal.
Creo que se usó lagarto, que en italiano recibe el nombre de manzo, pero no me atrevo a jurarlo dada
la gran cantidad de años que transcurrió desde ese momento. La pastisada es un plato que se remonta al
temprano Medioevo, específicamente al año 489 D.C. Y se originó, según la
leyenda, como resultado de una feroz batalla ocurrida en las cercanías de
Verona, en la cual cayó muerta una gran cantidad de caballos. Dicha
circunstancia fue aprovechada por la población, que estaba pasando por un
período de carestía y hambruna, para aprovisionarse con la carne de las nobles bestias, puesta a
macerar en vino y especias para prolongar su conservación. En fin, que la
receta quedó en la tradición gastronómica de la ciudad y mis padres se la
trajeron a Venezuela, cambiando de animal por razones obvias pero respetando el
resto de la receta. La pastisada se
casa a la perfección con la polenta, y de allí a imaginarla dentro de la masa
amarilla de la hallaca fue un paso natural para la imaginación desbocada de mi
padre. ¿Qué podría salir mal?
En realidad, todo. Ya sea por la inexperiencia de los participantes, o
por la insólita combinación de sabores, el experimento resultó un fiasco total
y absoluto. Pudimos constatar que la suma de dos cosas buenas no produce por
necesidad una mejor. Creo que el único en alabar esas hallacas mestizas fue su
inventor, más por pundonor que por convencimiento. Afortunadamente la
producción fue muy escasa, tal vez unas 20 o 30 piezas, por lo que pudieron
desaparecer sin mucha pena. Y ninguna gloria.
Copio a continuación la receta de la pastisada.
Pero, por favor, no se les ocurra utilizarla como relleno de nada.
Acompáñenla con una polenta recién hecha, o pasada por la brasa, y regada
generosamente con los jugos de la preparación. Así, es una maravilla.
Ingredientes para 4 personas:
- 600 gr de
lagarto sin hueso, falda, pollo de res o similar
- 2 zanahorias,
1 céleri (la parte blanca), 2 cebollas
- Una
hojita de laurel
- Nuez
moscada
- Clavos
de olor
- Sal,
pimienta en granos al gusto
- 30 gr
de harina
- 40 gr de
aceite de oliva
- 40 gr
de mantequilla
- 100 ml
de caldo de res
- 1 lt de
vino tinto (Valpolicella sería el indicado)
Preparación:
Colocar en un recipiente la carne cortada rústicamente y cubrirla con el vino. Dejarla marinar por uno o dos días, preferiblemente.
Colocar en un recipiente la carne cortada rústicamente y cubrirla con el vino. Dejarla marinar por uno o dos días, preferiblemente.
En una cacerola se colocan el aceite y la mantequilla,
y una vez calientes se saltean en ellos las verduras cortadas en juliana. Escurrir
la carne, clavarle los clavos de olor, enharinarla y ponerla en la cacerola. Cocerla
por alrededor de una hora.
Agregar el vino de la marinada, el laurel,
los granos de pimienta y un poco de nuez moscada rallada. Dejar cocinar a fuego
moderado por unas tres horas. De secarse mucho agregar algo del caldo de res.
Ajustar sal y pimienta hacia el final de la cocción. La carne deberá quedar
suave y desmechable.
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