martes, 26 de junio de 2012

Fábula del banco y la farola



En la geografía de mi imaginación
existe un río risueño
que cruza un pueblo pequeño,
lejano, sin tradición.

Apenas una excusa
para albergar una plaza,
de vegetación escasa
y que casi nadie usa.

Pueblan la plaza escueta:
1) un prócer petrificado,
2)una farola coqueta,
3)un banco desportillado.

Cuando la tarde se desvanece
y el sol se oculta franco
un joven estudiante aparece
y se sienta en el vetusto banco.



La farola entonces se enciende
para alumbrar al muchacho
que anda todo borracho
por lo que todavía no entiende.

Saca un grueso tomo
de su ajado morral;
reza en su golpeado lomo:
"Tratado sobre la moral".

Lo confunden las palabras
mas lo tienen atrapado;
el libro no puede soltar
aunque anda demorado.


La farola envidia al banco
que da asiento al estudiante;
a su vez envidia el banco
del farol su luz radiante.

No lo aceptan, por supuesto,
y cual si fuera un torneo
comienza el bombardeo
de halagos autoimpuestos:

"¡Soy más importante!
-exclama la farola-
"Él no podría estudiar
sin mi luz brillante".

"¿y a mi que me cuentas?"
-replica el banco airado-
"sin mi buen apoyo
acabaría pronto cansado".

Pero la verdad es tajante:
tan necesario es el asiento
como la fuente de luz
para el joven estudiante.

Del centro de la plaza, de repente,
emerge un rumor potente:
se trata del prócer pétreo
que está riendo entre dientes.

A la sabia estatua del prócer
causa gracia el proceder
del que quisiera ser el otro
sin reparar en su ser.

Y así acaba esta fábula
que no tiene ton ni son,
simple y modesto fruto
de mi corta imaginación.











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