En estos últimos tiempos me ha sorprendido gratamente la proliferación de ofertas musicales a todo lo ancho de la geografía caraqueña. Pareciera que la urbe necesita expresarse; y el idioma musical es el más apropiado para ello, en sus innumerables variantes, desde los sonidos tradicionales hasta los más experimentales. Lo cierto es que estos meses centrales del año han venido preñados de buenos toques.
Este fin de semana recién pasado me permitió disfrutar de dos propuestas que, aunque disímiles, tuvieron algunos puntos de contacto. El sábado me acerqué a la sede de la fundación de orquestas y coros juveniles (me disculpan si ése no es su nombre formal), un edificio frente a la casa del artista que contiene una joya de sala, totalmente forrada de paneles acústicos de madera y presidida por un hermoso órgano de tubos, que llena la pared del fondo del escenario. El concierto en cuestión presentaba a la orquesta sinfónica de la juventud venezolana Simón Bolivar junto al cuarteto (trastocado en sexteto para la ocasión) "Los sinvergüenzas", conformado por Edwin Arrellano en la guitarra y mandolina, Héctor Molina en el cuatro, Heriberto Rojas en el contrabajo y Raimundo Pineda tocando la flauta, y como invitados especiales Manuel Rangel en las maracas y Willy Mayo en la percusión. La propuesta que presentaron estuvo compuesta por dos momentos: en el primero, la orquesta interpretó una serie de impresiones musicales basadas en el folklore venezolano, y una composición inspirada en el cuento "el crepúsculo del diablo", de Rómulo Gallegos. Fungió de director el sinvergüenza flautista Raimundo Pineda. ¿Que decir? El sonido de la orquesta fue majestuoso, y la música nos hizo vibrar por sus reminiscencias casi que geográficas. Sin ser en lo absoluto un experto, sino apenas un modesto entusiasta de la música, me complació muchísimo lo que escuché y vi. Después de un breve intermedio, la orquesta se reacomodó para dar cabida a "Los sinvergüenzas". Esta parte estuvo signada por la interpretación de piezas tocadas habitualmente por el grupo pero arregladas para la orquesta, lo que les brindó una sonoridad imponente. Pude apreciar un buen balance entre la ejecución de los solistas y el acompañamiento de la orquesta: en mi concepto presentaron un armonioso maridaje. Esta parte del concierto fue la más celebrada por la audiencia, y obligó a repetir la pieza más aplaudida, un joropo que nos puso a bailar en los asientos. Bravo por todos los intérpretes que nos regalaron un rato de excelente música.
La cita del domingo la propició el Centro Cultural Chacao, que nos dio la oportunidad de presenciar el arte de cuatro músicos cuyo talento se pierde de vista: me refiero al cuatrista Jorge Glem, al bajista Rodner Padilla, al percusionista Diego Álvarez y al saxofonista Rafael Greco. Su propuesta se basó en piezas sacadas del repertorio de jazz latinoamericano, de onda nueva, y algunos temas propios de los intérpretes. Además hicieron una versión de "Isn't she lovely?" de Steve Wonder, dedicada a una niñita presente en la sala. Hablando de la sala: este espacio es particularmente atractivo gracias a sus pequeñas dimensiones, lo que permite que el público esté lo suficientemente cerca de los músicos para apreciar en detalle sus ejecuciones. El problema ese día era decidir a quien mirar, ya que mientras Jorge azotaba al cuatro, Diego destrozaba su cajón flamenco y Rodner hacía lo propio con el bajo, mientras Rafael sacaba sonidos de antología de su instrumento. Afortunadamente fueron pródigos en solos, lo que nos permitió apreciar en detalle su virtuosismo.
De este fin de semana me quedó una feliz sensación: algo muy bueno se está gestando en la ciudad, en materia musical. Toda una generación de excelentes músicos está exponiéndose a un público que empieza a crecer lenta pero sostenidamente, dando muestras de un nivel de exigencia que se ve, en la mayoría de las oportunidades, satisfecho. No me queda más que decir: si así llueve, que no escampe.
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