sábado, 27 de julio de 2019

Panteón universitario


No recuerdo cuando había sido la última vez que estuve en la Universidad Central, antes de ayer. Salvo un par de visitas al Jardín Botánico, creo que en lo que va de siglo no había entrado en ella. Fuimos para atestiguar la defensa del trabajo de grado en arquitectura paisajista de nuestra sobrina Silvia. Ella nos pasó buscando, y en unos 30 o 35 minutos (para nuestra sorpresa había algo de tráfico en los alrededores de Plaza Venezuela; es extraño meterse en una cola en esta Caracas que se nos vacía) estábamos entrando por el acceso principal.
Fue como regresar a una casa que nos había sido familiar durante mucho tiempo, en una época remota, y ver como el deterioro se la fue comiendo. La majestuosidad de las edificaciones sigue allí, y es imposible no reconocerlo, pero es doloroso observar su decadencia. Todo luce, y no sé si doy con el adjetivo adecuado, como desgastado. Como si no se le hubiera hecho un cariño desde hace mucho, mucho tiempo; quién sabe si desde su inauguración. Claro que todo lo vimos desde un carro en movimiento, por lo que no pudimos fijarnos demasiado en los detalles, pero la sensación de conjunto es la que describí.
Tras circunvalar la vialidad, que nos paseó por lugares emblemáticos, como el reloj, las instalaciones de Medicina Tropical, el Hospital Clínico, llegamos a nuestro destino, que era el edificio de la FAU. Nunca había estado dentro de él, pues en mi breve pasantía por la UCV me limité a frecuentar la facultad de Ciencias, en donde cursé algunas materias de la licenciatura en Computación, y sus alrededores. El edificio, que no dudo de calificar de joya arquitectónica –y no puede ser de otra manera, pues Villanueva no iba a permitir que “su” facultad no fuese la estrella de la ciudad universitaria- presenta los mismos síntomas de abandono que se notan en el resto del complejo estudiantil. Nada más la puerta por la que entramos, de cristal acrisolado, estaba estallada, como si le hubiesen pegado una pedrada certera hace décadas, sin que nadie se preocupara en repararla. El jardincito lateral que nos quedó a la derecha, ya dentro del edificio, necesita la mano de un jardinero capaz, que le restaure la vegetación.
Acompañamos a nuestra sobrina al primer piso, en donde estaba pautada su presentación, y luego, teniendo una hora a disposición, hicimos algo de turismo por el sitio. Y fue, voy a decir algo que puede sonar irrespetuoso o irreverente, pero no es para nada mi intención, turismo necrológico. Esa fue la impresión que obtuve. Me sentí como paseando por un panteón en donde están sepultadas grandes personalidades, y se le rinde culto a su memoria. Los nombres de Villanueva, Galia, Le Corbusier, Calder, Ossot, es decir, los grandes nombres de la arquitectura nacional e internacional, están tallados en piedra, impresos en rótulos y fundidos en letras de bronce, en los espacios de la planta baja de la edificación. Su obra está allí, impasible ante el paso del tiempo, atestiguando como la desidia y la falta de mantenimiento, aunadas a las estrecheces presupuestarias, van restándole brillo, pero nunca grandeza.

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