Mojito
cubano.
Ingredientes y utensilios necesarios:
1 ramita con hojas de Hierbabuena (5 a 7 hojas)
1 copita de jugo de limón
Azúcar blanca al gusto
Hielo picado
1/2 taza de Ron blanco
1/2 taza de agua carbonatada (soda o agua mineral con gas)
Mortero, Cuchara, mezclador y 1 vaso alto.
“Ernest Miller Hemingway (Oak Park, Illinois, 21 de julio de 1899 – Ketchum,
Idaho, 2 de julio de 1961) fue un escritor y periodista estadounidense, y uno
de los principales novelistas y cuentistas del siglo XX. Ganó el Premio
Pulitzer en 1953 por El viejo y el mar y al año siguiente el Premio Nobel de
Literatura por su obra completa.” (Tomado de Wikipedia).
Preparación:
Triturar en un mortero las hojas de hierbabuena, el azúcar y el jugo de limón,
hasta sacar todos los jugos y mezclarlos bien.
El primer contacto deja una marca indeleble, que va a privar sobre todas las
percepciones posteriores. Y si pasa en la infancia, la impresión es tal vez más
profunda. Por lo menos eso suele sucederme: ciertos objetos, personajes,
lugares, se me quedaron registrados en la memoria de determinada manera y a
partir de ese momento pasaron a ser así para mí, aunque la realidad sea otra.
Por ejemplo, Hemingway. Lo asocio siempre con la primera imagen que le vi: un
señor barbudo, canoso, de mirada amable y escrutadora. Es el hombre mayor de la
foto que acompañaba el primer artículo que leí sobre él, cuando tenía unos 10 u
11 años. Del artículo no recuerdo mucho; sin embargo la imagen fue tan poderosa
que se me instaló en el cerebro de manera permanente.

Un viejo:
así es en mi percepción. Sin embargo, no llegó a cumplir los 62 años, una edad
que dista mucho de la ancianidad. Se puede decir que murió prematuramente,
incluso para los estándares de la época. Pero a despecho de su duración, la
cantidad de experiencias que acumuló a lo largo de su vida fue tal que hubiera
podido servir para llenar 80 o 90 años: desde conductor de ambulancias en la
Primera Guerra Mundial, pasando por su estadía en Francia donde formó parte de
la infame generación perdida, corresponsal en la guerra civil española, cazador
en África, autonombrado capitán de tropas en la Segunda Guerra Mundial,
pescador en Cuba. Estuvo al borde de la muerte en por lo menos par de oportunidades. Amante de los deportes
extremos, boxeador aficionado, jugador compulsivo. Y bebedor. Gran bebedor.
Protagonista de borracheras memorables, en donde se perdieron amistades y otras
se volvieron mucho más sólidas. Cabe preguntarse si fue tan buen escritor
gracias a la bebida o a pesar de ella.
Luego, se pone la mezcla en un vaso alto, se añade el ron y se remueve muy bien
todo, agregando al final los cubos de hielo, preferiblemente en estilo frappé
(picado).
Hemingway echó raíces en Cuba durante los últimos quince años de su vida.
Tal vez quiso vivir de cerca la gesta que los barbudos de Sierra Maestra
libraban contra Batista, aunque hay voces maliciosas que insinúan que su única
motivación era pescar agujas en el Mar Caribe, con la comodidad que le brindaba
el trópico. Lo cierto es que se encontraba a gusto en la isla, y asimiló sin
problema alguno sus costumbres y sabores. Entre ellos, el ron. Dada su
inveterada afición a todo lo que tuviera que ver con las bebidas alcohólicas,
era inevitable que se volviera asiduo al destilado de la caña, producto que
alcanzó en Cuba su máxima calidad. ¿Y cuál mejor manera de tomarlo que en esa
combinación refrescante de azúcar, limón, menta y soda? Quiero creer que lo de
Ernest y el mojito fue amor a primera vista. Y de por vida. Acodado en la barra
de la Bodeguita del Medio, solo o acompañado, a media luz, escribiendo el
borrador de El viejo y el mar, el vaso nunca lleno, el vaso nunca vacío. La
hojita de menta masticada al descuido, el calor del ron recorriendo su
interior, la chispa de la genialidad en cada línea que ensucia de tinta el
papel rayado. Ya va, ya va. Ernest escribía en los locales públicos cuando
vivía en París y era pobre, tan pobre como para no poder pagar un apartamento
con calefacción, y en invierno para no congelarse iba a bares en donde lo
dejaban estar si pedía una copa eventual y se instalaba a escribir en una
mesita del fondo, en donde no molestara mucho. Ya para cuando vivía en Cuba era
bastante rico, tanto como para tener una mansión con piscina, y había adquirido
el hábito de escribir en las mañanas, en una máquina Remington, tal vez empantuflado,
seguro en pijamas. E iba a la Bodeguita tan solo para impregnarse del color
local necesario para su relato, o más seguramente para ligar con alguna mulata
risueña y licenciosa, cuando su esposa no estaba cerca. Porque para él nunca
fue problema conseguir compañía femenina: tenía ángel y cuentos de sobra para
ello.
Por último, se agrega el agua mineral con gas o agua carbonatada.
Hemingway fue más personaje que escritor. O mejor dicho, permítanme
refrasear: Hemingway fue el mejor personaje de Hemingway. Cada novela
suya tiene algún rasgo autobiográfico, así sea de soslayo. Tal vez vivió su
vida como se la imaginó para sus obras. Trató de habitar siempre en parajes
exóticos, ajenos a su natal Illinois; se involucró en situaciones riesgosas durante
toda su existencia; trató de absorber para sí toda la riqueza de los hechos que
presenció o protagonizó a lo largo de su vida. Y cuando determinó que ya había
experimentado todo lo que podía, o necesitaba, se descargó un tiro en la cabeza.
Así de sencillo. A lo mejor hubiera preferido que ese proyectil proviniera del
arma de algún enemigo de la causa que estuviera defendiendo en ese momento,
pero estaba ya demasiado cansado como para embarcarse en otra aventura. Así que
se fue a Ohio, aceitó su fiel escopeta con la cual abatiera a centenares de
piezas de cacería, le introdujo una bala, y combatió la última batalla de su
guerra particular: aquella contra una vida ordinaria y aburrida.