lunes, 9 de febrero de 2015

Acuarelas de ciudad


Salgo un momento de la oficina a tomarme un café en la panadería La Amistad, que queda justo en frente. No todo el mundo lo sabe: es un negocio que se mantiene allí desde comienzos del siglo XX, y su especialidad es el pan negro de centeno. Parece que sus principales consumidores son los miembros de las comunidades del este europeo que viven en los alrededores. Lo cocinan en un horno especial, de piedra. De todo esto me entero gracias a un amarillento recorte de periódico que está pegado de una nevera fuera de uso, de esas que se usan para exhibir dulces fríos. Mientras estoy consumiendo mi vasito de café negro, corto y amargo, llega un señor mayor, de punta en blanco, con una corbatica de lazo. Saluda cordialmente, y extrae un billete de cien Bolívares. Sin que hubiera ninguna solicitud verbal el dependiente le entrega la bolsita de papel con el pan negro de centeno, que seguramente será parte de su desayuno. El elegante señor vuelve a saludar, y se va con cara de estar contento. Su ritual (¿cotidiano, semanal?) pudo volver a realizarse.

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Estas visitas cotidianas al automercado, obligadas valga la acotación, sirven por lo menos para un estudio sociológico. Ayer me tocó observar a la señora sinvergüenza o, para llamarla con una expresión actual, cara e´tabla. No era muy anciana, calculo que andaría por los 60. Se acercó a la cola en donde estaba aguardando mi turno para cancelar, y sin mediar palabra se colocó delante del carrito que me precedía en la fila. Sin decir nada, sin pedir permiso, sin alegar su edad como placet para la prioridad. Nadie - ni yo, que me sentí irrespetado pero no quise ser el que peleara con la viejita - le dijo nada. Como si su vejez fuera excusa para la mala educación. Por cierto, de vez en cuando por el sistema de sonido voceban la habilitación de una caja para las personas mayores, embarazadas o discapacitadas. No era la caja en la que estábamos.

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