viernes, 9 de agosto de 2019

Una aventura en el este

Dos semanas ubicando la merca. Decenas de llamadas, mensajes por whatsapp, pistas falsas, contradicciones, viajes perdidos. Por fin, un conocido nos proporcionó los datos un jíbaro de confianza, si es que se puede confiar en alguien que se desempeñe en esa línea de trabajo. Me pasó buscando Luis, en el Swift que había sido mío, blanco crema año 94 -era extraño para mí ocupar el puesto de copiloto de aquel vehículo que tantos sinsabores me había producido en el pasado, pero que igual me llevó a muchos lugares de la geografía nacional, y ahora acusaba los estragos que el tiempo y el trato rudo de su actual propietario le habían infligido-, y nos dirigimos al sitio. La pata de un barrio, el 19 de abril. Fue fácil dar con el lugar: opera a puertas abiertas, y nadie los molesta. Una breve conversación con el hombre que nos atendió medió la transacción; por fin, acordamos el precio. Faltaba solamente la entrega. El hombre se desapareció calle arriba, mientras esperábamos recelosos en la aparente calma del mediodía. Un radiecito sonaba algún tema de moda, pero a un volumen modesto, nada estridente. De vez en cuando alguna moto pasaba por el lugar, pero tranquila. Al cabo de unos minutos que nos parecieron más de los que en realidad transcurrieron, apareció el hombre, diciendo que lo nuestro no estaba en donde él pensaba, y que deberíamos irlo a buscar con él a un lugar cercano al Terminal de Oriente. Luis no titubeó, pues era uno de los principales interesados en que todo cesase, y no puso ninguna objeción. Yo tampoco, por supuesto. Era su carro, y si no tenía inconvenientes con eso pues yo menos. Se montó atrás, y nos fue dirigiendo por la zona, como el baquiano que es. Nos hizo parar en un lugar, en donde se bajó y, tras abrazar con efusión a una de las personas que estaban allí, recibió de ella un manojo de llaves. Se volvió a montar en el carro, y seguimos rumbo a la autopista de oriente. Al llegar a la entrada a Turumo, le pidió a Luis que se saliera de la autopista, para retomarla en sentido contrario, hacia Caracas. Había un caserío al borde de la vía, y allí nos indicó que nos detuviéramos. Se bajó del carro y, con las llaves que le habían dado previamente, abrió un grueso portón metálico, entró a la edificación que custodiaba, y al par de minutos salió con nuestro encargo. Regresamos al sitio de origen, en donde verificamos que nos estaban entregando lo que habíamos pedido. Sellamos la transacción entregando los billetes que habíamos acordado, que fueron minuciosamente revisados uno por uno por el hombre, y recibiendo por fin el motor de arranque del carro, la pieza que nos había vuelto la vida triste en estos días. Espero que este sea el fin de las crónicas del peatón a juro, por lo menos por una temporada.

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