lunes, 26 de agosto de 2019

Club de video



A mitad de la década del noventa, en el año 96 más exactamente, me encontré en un hiato en mi carrera profesional. La compañía que había fundado algunos años antes con otros tres socios no terminó de levantar cabeza, y tuvimos que disolverla, buscando cada quien su camino de manera independiente. Nos quedamos con los clientes (pocos) que cada quien había conseguido, y tuvimos que desalojar la oficina que teníamos rentada. Entonces me vi obligado a pedirle refugio a mi madre, quien no tuvo ningún reparo en permitirme utilizar mi antigua habitación como improvisada oficina. Así que llevé allá mi computadora, mi impresora, mi archivo, compré un teléfono con contestadora, tiré una linea telefónica hasta allá, y comencé a operar en mi habitación de soltero. Como es natural, volví a hacer vida en esa zona que había dejado de frecuentar con asiduidad unos diez años antes, y ubiqué los servicios básicos que tenía cerca. Un barbero cuyo negocio estaba en el Pasaje Asunción, mejor conocido con el tendencioso y exagerado nombre de “Callejón de la puñalada”, se ocupaba de desmalezar mi cráneo cada mes y medio; volví a desayunar los cachitos, quesadillas y golfeados de la Panadería 900; de vez en cuando tomaba un espresso en El Gran Café, buscando un sabor que ya no existía. Y, justo en frente del edificio donde estaba el apartamento de mi madre, en el Centro Comercial Libertador, ubiqué una tienda de intercambio de películas. En formato VHS, todavía. Y me volví asiduo. No sé en donde conseguían las cintas. El caso es que tenían graves fallas: a veces se les iba el sonido, a veces los subtítulos no aparecían o aparecían a destiempo, a veces gruesas franjas negras, cual tachones de algún ente encargado de la censura, tapaban la mitad de la imagen. Pero la selección que ofrecían era interesante. Desde Sospechosos habituales, pasando por K-pax y varios otros filmes clásicos de esa década. Era barato, además. No recuerdo cuánto costaba, pero dado el estado de mis finanzas en ese momento sospecho que no era mayor cosa. El asunto es que un buen día el negocio cerró, sin aviso previo, y me vi de pronto con unos cinco o seis cassettes de VHS, que no me pertenecían, en mis manos. Un día, creo que fue por los lados del Centro Comercial del Este, tal vez en la oficina de la Electricidad, me conseguí a uno de los dueños del local, quien me explicó la causa del cierre, que olvidé por completo. Le comenté que conservaba algunas películas, y me dijo que le hubiese gustado que se las devolviera. Pero como pasa con frecuencia, no llegamos a nada en concreto –creo que el tipo no tenía ningún lugar fijo en ese momento- así que esas películas piratas, en todo el sentido de la palabra, quedaron acumulando polvo en algún clóset de mi apartamento, mucho tiempo después de que el último vhs dejara de funcionar, y de que ya nos hubiésemos mudado al formato que comenzó a imperar desde comienzos del 2000, el DVD. Sospecho que sobrevivieron a la última mudanza, y que están en alguna caja olvidada en el maletero, inútiles, meros recuerdos de uno de los escalones de la tecnología que tuvo su momento estelar a finales del siglo pasado pero que terminó pasándole el testigo a los nuevos medios, que también están en vías de alcanzar la obsolescencia, eclipsados por la nueva dictadura en materia de entretenimiento casero, el streaming.

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