martes, 27 de agosto de 2019

Mis inicios en la literatura



Ayer escribía sobre el momento en que se produjo el fracaso de mi primer intento empresarial, allá por los años 90. Fue algo que, a pesar de venir anunciándose desde hacía tiempo, pues la crisis bancaria de esa época golpeó a toda la economía en general y al sector financiero en particular, que era uno de nuestros nichos, ya que pensábamos comercializar un software para el control de las operaciones de las casas de bolsa, igual constituyó una debacle a nivel personal y familiar. Pero, como suele suceder, dicho fracaso sirvió para varias cosas. Primero, para aprender a juzgar mejor a las personas, y a mí mismo, pues es inevitable que esa crisis haya dejado algunas cicatrices en la amistad con mis anteriores socios. Segundo, para sincerarme en cuanto a mis ambiciones y capacidades, dentro de ese mercado tan convulso, competitivo y cambiante como lo era el desarrollo de software, que iba evolucionando tan rápidamente, y hacia tantas vertientes diferentes, que era difícil decidir cuál camino tomar en cuanto a la elección de la plataforma tecnológica a utilizar. Y, además, ese período de soledad forzada, aunado al comienzo de la masificación de internet, me permitió conocer algo que sería el acicate para comenzar a escribir narrativa: Letralia, esa iniciativa tan notable de Jorge Gómez Jiménez. Una de las primeras cosas que hice, al mudarme a mi oficina improvisada, fue conseguir una cuenta de internet. En esos días existían unas compañías que se encargaban de proveer el servicio; se les denominaba ISP (Internet Service Provider). La que yo escogí, creo recordar, se llamaba Eldish. Uno les compraba determinado cupo, en modalidad prepago, similar a lo que hacemos hoy con los planes de datos para los celulares, y se conectaba a la red a través de un módem que se acoplaba al PC y a la línea telefónica, y utilizaba lo que se denominaba una conexión “dial-up”, que andaba a unos miserables 24 kilobites por segundo; la banda ancha era una quimera. Creo recordar que yo tenía a disposición la fabulosa cantidad de 10 megabytes de datos, que me debían durar todo el mes. Claro que en esa época los contenidos no eran nada pesados, así que, si se tenía prudencia, se llegaba al vencimiento del plan con holgura. Además, el servicio venía con una innovación: una cuenta de correo electrónico. Esa fue la manera de conocer a Letralia, que en ese momento funcionaba como una lista de correo: uno se suscribía a ella, y la recibía en su buzón. No recuerdo cómo llegué a ella, pero fue una coincidencia afortunada. Jorge estaba solicitando colaboradores, y yo, que siempre había tenido inquietudes al respecto pero no oportunidades para canalizarlas, me animé a escribir unos relatos, bastante incipientes, pero que fueron incluidos en alguno de los números tempranos de la revista. Ver por primera vez mi nombre en caracteres impresos, así fuera en un medio electrónico, no lo puedo negar, fue deslumbrante. Y, además, comenzar a tener interacción con un público, por más incipiente que fuese, y además con otros autores, algunos tan novatos como yo, otros con recorrido andado, constituyó un gran aliciente, y también una especie de escuela. Así que, sacando cuentas ventitantos años después de que ocurriera, esa debacle en realidad fue una especie de nuevo comienzo.

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