viernes, 30 de agosto de 2019

Tiempo de cambios

La transición de Latinoamericana a mi próximo empleo fue dándose de manera gradual. Estando todavía empleados en la primera empresa, se nos ofreció a un grupo de analistas y programadores la posibilidad de realizar un trabajo alterno, fuera de hora. Como nunca vienen mal unos ingresos extra, aceptamos con gusto, y algunos días a la semana, ahora ya no recuerdo cuántos, al salir de Concresa no nos íbamos a nuestras casas, sino que enfilábamos hacia la Torre La Primera, donde se hallaba, además del mítico restaurant Marco Polo, la sede de Seguros Horizonte. Enganchábamos a las 5, y salíamos cerca de las 10 de la noche. A los 28 años que tenía entonces, ese trote era tolerable, y duró tal vez unos tres o cuatro meses. Recuerdo que estaba cerca el día de mi primer aniversario de bodas, que caía un día lunes. El viernes anterior me había tocado trabajar en el tigrito nocturno, pero llegué a casa con una botella de vino y algunas “delikatessen”, para celebrar por anticipado tanto el aniversario como las buenas noticias en el ámbito laboral. Nos había contratado una empresa consultora llamada Computaciones SR, que era parte de un conglomerado denominado Grupo Ábaco. Había un fuerte conflicto de intereses, pues Latinoamericana era cliente de Ábaco y no podía ver con buenos ojos que varios de sus empleados estuvieran involucrados en un desarrollo de sistemas para la competencia, además liderado por uno de sus proveedores, por lo que se nos pidió estricta confidencialidad. Pero era inevitable que la cosa se supiera, así que un buen día nos llamaron a todos los implicados a una reunión. Por supuesto que nos olíamos el motivo, pero teníamos una carta bajo la manga: Computaciones SR, dado el éxito que habíamos alcanzado en ese proyecto mercenario, nos había ofrecido un contrato para participar en el desarrollo de un ambicioso software de gestión para empresas de seguros; en el paquete, además de una mejora substancial en el salario base (creo recordar que lo triplicaba), estaba un minúsculo porcentaje, tal vez el 1% para cada uno de nosotros, sobre las ganancias que produjera dicho software. Así que asistimos despreocupados a la reunión, nos aguantamos el chaparrón moral que nos quisieron impartir, y de allí salimos a preparar nuestras cartas de renuncia.
El dueño de la primera inicial de Computaciones SR era Carlos Senior. Un personaje muy interesante, aunque envuelto en una aureola de misterio. Se rumoraba que en el pasado había estado involucrado sentimentalmente con la pareja del momento de Teodoro Petkoff, cosa que luego me enteré, por una fuente de absoluta credibilidad, era cierta. Pero él ni afirmaba ni negaba tales chismes. Sin embargo, hacía gala de sus relaciones con la intelectualidad de la época, y con los dirigentes exguerrilleros de los partidos de izquierda, ya para ese momento pacificados, aburguesados y habitués de las barras de los mejores restaurantes, en donde componían al mundo un whisky a la vez. Además, Carlos estaba cursando la licenciatura en Letras en la Central, y ese motivo, para mí, era suficiente como para que me pareciera un tipo admirable. El otro socio, Tulio Rodríguez, era más apocado; más serio, digamos. Pero ninguno de ellos se perdía una oportunidad para rumbear. Prácticamente todos los viernes, después de una semana de dura brega en las oficinas del cliente o en las propias, nos invitaban a salir con ellos, casi siempre a La Estancia, en donde no escatimaban en atendernos a cuerpo de rey. El escocés corría generoso en esas largas veladas, amenizadas por los cuentos, galantes casi siempre, de aquel par de tigres resabiados.
Durante los tres años que duró esa aventura estuvimos viviendo una ficción muy agradable. Trabajábamos fuerte, eso es innegable, pero también nos divertíamos a un nivel bastante alto. Fuimos asiduos de los más famosos restaurantes de esos años, y de algunas de las discotecas más sonadas. También nos tocó presenciar, desde las ventanas de la Torre La Primera, los acontecimientos del 27 de febrero de 1989. Además, tuvimos oportunidad de alternar con los altos ejecutivos de las grandes empresas de seguros, a quienes les íbamos a ofrecer nuestro software, que estaba todavía en planos, pero prometía ser la panacea para controlar todas las operaciones para esa línea de negocios. Incluso llegamos a apuntar a la cabeza de la joya de la corona en ese momento, la mastodóntica Seguros Caracas. Estuvimos cerca de llegar a un acuerdo con ella, y realizamos un enorme trabajo de campo que nos llevó a todo el personal disponible a una gira por Venezuela, a las diferentes sucursales que mantenía la empresa en el interior del país. A mí me tocó ir a Valencia y a Maracay, en donde nos trataron regiamente. Sobre todo en la última, cuyo gerente resultó ser un sibarita. Habían estrenado recientemente “El festín de Babette”, y el hombre le dedicó buena parte de nuestra visita a contarnos sus impresiones sobre la película, antes de llevarnos a almorzar a uno de los mejores sitios de la ciudad en ese tiempo. 
Pero, como todo en la vida, a esa época le tocó su fin. De una manera bastante agridulce, por cierto. Habíamos notado que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, no se notaban avances ni técnicos ni comerciales en el proyecto, y estábamos comenzando a estancarnos. Los sueldos, que en un principio parecían fabulosos, ya comenzaban a quedarnos estrechos y no se produjeron los aumentos que nos habían prometido. Así que cuatro de nosotros nos decidimos a abrir tienda aparte. Habíamos resuelto que dos de nosotros renunciarían, y los otros dos seguirían empleados mientras nuestra empresa agarrara fuelle. Yo fui uno de los que se quedaron, pues mi esposa estaba esperando nuestra primera hija y yo quise conservar un poco de estabilidad en ese período. Pero no fue posible. La semana antes de que naciera Ariana, me entregaron sin mucho protocolo mi carta de despido, junto con la noticia de que me habían sacado de la póliza colectiva de la empresa, por lo que el parto de mi esposa tuvimos que pagarlo de nuestro propio bolsillo. Comenzaba así el período más angustioso de mi vida profesional, justo a la víspera del año de los fallidos golpes de estado: 1992.

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