viernes, 28 de septiembre de 2018

Matas de platabanda

En el techo de mi casa mora una colección improbable de matas. En el heterogéneo inventario constan tres árboles a los que el destino no les tenía dispuesto echar raíces tierra adentro, y ahora viven en un estado intermedio entre el de bonsai y el tamaño real. Se trata de un caucho, un ficus y una ceiba, confinados cada uno en un matero, y que no alcanzan el metro y medio de altura. También, en otro matero, crece -medra- un cactus, que de tanto en tanto procrea un fruto inútil por incomestible. Y, en un recipiente de cerámica, un disco negro azabache, un intento de paisajismo mínimo con plantas suculentas, cuyo nombre desconozco salvo el de aquella llamada jade. En el centro del arreglo estaba plantado un pequeño cactus redondo, insignificante. Hoy en día ha crecido tanto que amenaza con sofocar a sus compañeros de maceta, arrinconándolos hacia el borde del recipiente. Ayer subí al techo para revisar el contenido de los tanques de agua, porque uno nunca sabe cuándo volverá y hay que estar pendientes y concientes sobre cúanto líquido se dispone. Luego de la revisión, me acerqué a ver si había novedades en el sector vegetal, y noté que del cactus terrófago están despuntando unas tres flores. Ya las he visto antes: son flores extravagantes, de color rosado subido. En un arranque imaginativo simplista, pudieran calificarse de extraterrestres, por lo poco parecidas a las demás flores que vemos normalmente. Y efímeras: duran a lo sumo un par de días, y luego se marchitan discretamente hasta desaparecer. Mis conocimientos en el campo de la botánica son escasos tirando hacia nulos, y no entiendo el sentido o la función de esas flores. Pero, en realidad, cuántas cosas que nos rodean carecen de sentido, ¿no?

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