Tuve la fortuna de gozar de una niñez tranquila, plácida, sin muchos lujos pero sin mayores carencias. Sin embargo, algún tipo de sobresalto económico debió haber ocurrido cuando estaba cursando tal vez el tercero o cuarto grado. Recuerdo que a duras penas lograron comprarme los útiles escolares, ese año. A pesar de que las listas no eran ni de lejos tan descomunales como las exigidas en estos tiempos. Algo pasó con el presupuesto, que para forrar lo que se exigía forrado mi mamá, que además de laboriosa era sumamente inventiva, no compró el acostumbrado "papel contact" que ya se estaba popularizando, sino que adquirió unos folios de papel verde hoja, y con ellos forró los libros y los cuadernos. Y a continuación, para mayor protección, les colocó un sobreforro, hecho del plástico con el que entregaban la ropa en las tintorerías. Creo recordar que todo el proceso de forrado y rotulado ocurrió en la noche del domingo. Al día siguiente, tras la jornada escolar que no ha debido ser muy grata para mí, regresé a casa con una nota, no recuerdo si de la maestra o de la dirección, que de manera muy poco diplomática le recriminaba a mi mamá la manera tan heterodoxa de presentar los útiles escolares. Creo que ese fue mi primer encuentro con un sentimiento que se pudiera encasillar entre la pena, la piedad y el enojo. No hubo mayores palabras. Sí una visita relámpago a la librería Capablanca, en donde se compró el material adecuado para forrar, de acuerdo al criterio de las autoridades escolares. Esa noche mi mamá se volvió a acostar tarde. Al día siguiente, cuando regresé al colegio, mis cuadernos estaban presentados a la perfección.
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