sábado, 23 de noviembre de 2019

El primer cigarro

Un gesto, un sabor, un olor, tienen el poder de trasladarnos en el tiempo. Hace rato, al encender un tabaco, regresé al preciso instante en el que por primera vez acerqué un fósforo prendido a un cigarro, colgado torpemente entre mis labios, y le di el primer jalón. Afortunadamente, el vicio no prendió en mí. Lo hice por moda, todo hay que confesarlo. Quería sentirme “grande”, a mis escasos catorce o quince años. Estaba en la fuente de soda del Cada de La Florida, con la que era mi mejor amiga en ese momento, prácticamente mi hermana, pues desde nuestro nacimiento estuvimos muy cerca. Compartimos esa primera cajetilla, y creímos haber sellado nuestro ingreso al mundo de los mayores con aquel gesto de rebeldía e independencia. No recuerdo si ella conservó el hábito. Yo no pude; de hecho, lo aborrecí durante toda mi vida, hasta hace unos años, cuando me aficioné al tabaco. El vicio me estaba esperando con paciencia. La paciencia de un cazador agazapado, aguardando por su presa.

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