lunes, 25 de noviembre de 2019

Un turista en Las Mercedes








Ayer tocó madrugar, más de lo habitual, sobre todo para un domingo, pues Marianella se había inscrito en la carrera auspiciada por la Unión Europea bajo la consigna de contrarrestar la violencia hacia la mujer. La competencia tenía previsto iniciar a las 7:00, pero para retirar el chip que permitiría el registro del tiempo empleado por cada corredor, adminículo que no había llegado el día anterior cuando fuimos a buscar el material ofrecido, tuvimos que estar allí a las 6:00. A esa hora todavía el cielo estaba oscuro, y un cachito de luna era lo único que lo iluminaba. Hacía fresco, por lo menos para los parámetros de nosotros los caraqueños que gozamos de una temperatura que oscila entre los 20 y los 30 grados durante casi todo el año. Claro que andar en shorts y franela tampoco ayudaba mucho. Pero eso fue cambiando rápidamente a medida que el sol iba despuntando por el este, y pronto la sensación térmica dejó de ser la que experimentamos momentos antes. Luego de los trámites administrativos, Mary se reunió con sus compañeros corredores, y yo aproveché el tiempo para hacer turismo peatonal por Las Mercedes.




Me fui caminando desde la plaza Sadel hacia el comienzo de la urbanización, por la avenida principal, vacía de carros por la ocasión. El color predominante era el naranja, repetido hasta la saciedad en los cuerpos de las cuatro mil personas que se inscribieron en el evento. Venían bajando en grupos desde El Rosal, por el medio de la calle, e iban dejando retazos de conversación a su paso.




Llegué hasta la esquina con la calle Monterrey, donde se encuentra la Policlínica, ese pequeño edificio a caballo entre los 50 y los 60 en donde me efectuaron la única cirugía que haya tenido. La remoción de las amígdalas, a los tres años más o menos. Me detuve un rato allí, a admirar el mural metálico que adorna su frente, y buscándole similitudes con el que se encuentra en el edificio que fue un tiempo sede de la embajada americana, y hoy ocupa un ministerio.
Luego me regresé por la acera contraria, adornada por unas higueras que le dan un aire playero, tal vez mayamero, a ese sector.
Pasé por una improvisada venta de artículos navideños, cerrada por la hora, en donde vi un pino de tamaño descomunal, cuyo tronco ha debido tener un diámetro cercano a los 30 cm, y sobrepasaba cómodamente los dos metros y medio de altura. Me lo imaginé adornando el salón de alguna casa de nuevorricos, que se lo llevarían amarrado del techo de su camioneta del año, y lo saturarían de cuanta chuchería escarchada se consiguieran en las tiendas navideñas. Después de esta disquisición socioeconómica continué mi paseo, y decidí internarme por las calles laterales. Llegué a la California, en donde varios parqueros competían por atender los carros que comenzaban a llegar para estacionarse por los alrededores. En toda la esquina me topé con un edificio, Residencias California, que me recordó inmediatamente a otro que también está en Las Mercedes, y goza de cierta fama como construcción emblemática de los años 50, el “La isla”. No sé si tendrán algún vínculo en común, pero ambos me dan la misma impresión: me parece que estuvieran en blanco y negro, o en escala de grises. Sumidos en la penumbra, de escasa altura pero amplios volúmenes, sugieren la existencia de pocos y amplios apartamentos, y conservan su vocación residencial en contraste con el resto de edificaciones de la zona, que han sido remodeladas o derrumbadas para construir en los terrenos edificios que cambiaron por completo la fisonomía de la urbanización. Continuando con mi paseo, llegué a la calle que bordea el centro comercial El Tolón. Es prácticamente imposible hacer alguna analogía con lo que había en esa zona antes. Apenas el restaurant chino que exhibe unas fauces de dragón en la entrada, y un Mc Donald’s de tal vez tardíos 80, sobreviven en la acera en frente al centro comercial. Antes allí estuvieron dos locales muy de moda en mis años mozos: Pida Pizza, el del salad bar y los toques de bandas de pop rock que iniciaban sus carreras, y el Mr Ribs, antecesor de Tony Roma’s. Ahora unos enormes edificios suplantan esos espacios, edificios todos iguales, uniformes en sus revestimientos de tablilla, impersonales.
Quise quitarme el mal sabor de boca, producido por la constatación de la pérdida de los lugares de diversión de mi temprana adultez, antes de incorporarme a la masa de corredores que inundarían en escasos instantes las calles que conducen hacia Chuao, y el tiempo me alcanzó para llegar hasta una de las pocas muestras sobrevivientes del estilo neovasco que proliferó en Las Mercedes, el edificio Donosti. Todavía se mantiene imperturbable ante el paso del tiempo, sin modificaciones de importancia en su fachada salvo la presencia inoportuna de algún aparato de aire acondicionado, dejando entrever en su parte interior unas puertas azules que sugieren cerrar unas cocheras, sin rejas ni mayores implementos de seguridad. Parece una cápsula del tiempo, que permite apreciar cómo eran las cosas cuando Caracas era una ciudad tranquila, apacible y segura.


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