lunes, 23 de diciembre de 2019

Los juguetes de mi infancia


Tal vez por la cercanía al 24, amanecí recordando los regalos más memorables que recibí durante la infancia, esos que reposaban debajo del árbol y eran sometidos a rigurosas inspecciones cuando pensábamos no estar vigilados, tratando de adivinar qué escondía el envoltorio, usando las más refinadas técnicas de fisgoneo. A veces la pegábamos, y debíamos simular sorpresa cuando por fin llegaba la hora tan esperada del reparto de los regalos, ceremonia que se celebraba al comienzo de mi vida la mañana del 25 y luego se trasladó para la noche anterior, una vez develado el misterio del proveedor de los obsequios navideños. Como venía diciendo, recordaba los juguetes que mayor huella dejaron en mí. Los primeros de los que tengo alguna memoria fueron los trencitos eléctricos, con su locomotora y una variedad de vagones conectados a ella, que recorrían sin descanso el breve tendido de rieles que adoptaba las diferentes formas que la combinación de piezas permitía (por lo general, un óvalo, o un círculo). Comprados en alguna tienda de modelismo de la Calle Unión de Sabana Grande, por supuesto, que era objeto de frecuentes visitas para admirar sus vitrinas que exponían modelos armables de aviones, barcos, automóviles, y por supuesto montajes alucinantes de ferrocarriles recorriendo escenarios naturales recreados con muchísimo detalle. Ya un poco más grande, le tocó el turno a la mítica pista de carreras de autos, la Scalextric, de dos carriles, sobre la que protagonicé encarnizadas batallas, contra mí mismo la mayoría de las veces, usando un control en cada mano. Un año me regalaron algo francamente bastante inútil: unos walkie-talkie ¡alámbricos!, es decir, conectados con un cable, larguísimo eso sí, que tenía la facultad de enredarse de una manera endemoniada, así que ese juguete en particular no gozó de mucha popularidad. Luego, con el apogeo del programa Apolo, me regalaron un casco de astronauta, que ha debido ser la cosa más calurosa e incómoda, pero eso no fue óbice para que lo luciera puesto todo el tiempo, mientras me duró la fiebre. Pero creo que lo que más disfruté fue un regalo que recibí por triplicado. Un año me regalaron tres cajas de juegos de química. Parece una locura, pero en los sesenta se consideraba normal que un niño de diez años manipulara tubos de ensayo, matraces, mecheros de alcohol, y diferentes sustancias químicas. Cuando sacaba los componentes de las tres cajas, mi escritorio parecía un auténtico laboratorio, y yo (en mi imaginación) el científico loco de los programas de televisión, inventando pócimas extrañas. Los juegos traían manuales con experimentos para recrear, pero yo prefería el dibujo libre, así que mezclaba las sustancias según me dictara mi inspiración, calentaba, por lo general me quemaba, pero gozaba un montón viendo como reaccionaban (o no) los elementos que había colocado en los tubos de ensayo,  mezclado en los matraces, vertido gota a gota con las pipetas. Por un breve tiempo cobijé la idea de abrazar la profesión de químico, tanto me gustaba la parafernalia alrededor de esa actividad. Pero me duró poco. Con los juegos de construcción (Legos y Mecanos) comencé a cultivar la pasión por la ingeniería, y decidí que esa sería la profesión que iba a ejercer cuando fuese mayor. Pero qué iba a saber yo en ese tiempo, ¿verdad?

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