Esta mañana terminé de leer la novela “The night”, de Rodrigo Blanco Calderón, la más reciente ganadora del prestigioso premio Vargas Llosa. Traté de leerla desprejuiciadamente, buscando no contaminarme por todo lo bueno y lo no tan bueno que había escuchado sobre ella, sobre todo de no dejarme influenciar por el hecho de su fama, que ya se puede llamar internacional. Quise que fuera el libro quien se defendiera por él mismo.
Y lo logró.
Es difícil encasillar esta obra en un género determinado. Es una novela detectivesca, sí. Pero también una novela psicológica. Y una novela lúdica. Por supuesto, y voy a decir una perogrullada, es una novela nocturna. Es todo eso, amalgamado a fuego lento, inmerso en una banda sonora muy particular: la de la agrupación Morphine, liderada por Mark Sandman -personaje “en off” de la novela- que, si no la han escuchado, los invito a que se den el gusto. Estamos frente a un collage, que recoge casos sumamente escabrosos de la crónica roja nacional, varios personajes emblemáticos conocidos por la opinión pública, libros existentes, anécdotas conocidas, anécdotas inventadas, que da como resultado un tejido en el cual nos podemos reconocer, dolorosamente.
Varias cosas me vienen a la mente al repasar las páginas que acabo de concluir. Voy a mencionarlas así, sin ningún orden determinado. Una de ellas es la intuición de que algunos párrafos del libro tienen un auditorio predeterminado, que es la gente que hizo o hace vida todavía en los pasillos de la escuela de Letras de la UCV. Como si Rodrigo hubiese insertado un código oculto, que pasa desapercibido frente al lector común, pero es interpretado a cabalidad por aquellos a quienes está destinado. Tal vez no sea así, pero me gusta pensar en ello. Otra, que me llama la atención como escritor, es la elección de los nombres, o más bien la identificación de los personajes. Para decirlo de manera maniquea, los “buenos” aparecen bajo su nombre real. En cambio, los “villanos” y las “víctimas” salen bajo un pseudónimo, a pesar de que al final del libro, en los agradecimientos, algunos de ellos aparecen con su nombre real. Otra cosa que aprecié fue cierta obsesión por los detalles, sobre todo los escabrosos, y allí no puedo dejar de pensar en David Foster Wallace y su novela “La broma infinita”, que comparte ese aspecto con “The night”. También entreví, en la parte del libro dedicada a Darío Lancini, cierta admiración nostálgica por los años de la lucha armada en Venezuela, los violentos 60, y sus consecuencias. Tal vez sea yo quien en realidad sienta esa nostalgia, ese “sé que estuvo mal, pero me hubiese gustado vivirlo”. La narración detallada de ese período me acerca a esa reflexión.
No soy un lector rápido, ni disciplinado. Dejo que cada obra me lleve a su ritmo. El viaje que emprendí con “The night” tuvo una cadencia lenta al principio, pero poco a poco fue acelerándose hasta adquirir una velocidad frenética, buscando un final que, lo sabía por adelantado, no iba a conseguir. Y tal vez ese sea uno de los grandes aciertos de esta novela.
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