sábado, 21 de abril de 2012

El gentilicio y la familia



Para los que gozan (o sufren) de la condición de "primera generación", es decir, los hijos venezolanos de inmigrantes, el gentilicio es un asunto enredado. Han experimentado durante toda la vida una suerte de dualidad: por una parte, los padres trataron de inculcarles amor por la patria lejana como una manera de mantener vivos los lazos con la tierra originaria, un amor que en cierta medida era un poco forzado. Por el otro, tuvieron la necesidad de integrarse a la sociedad en donde iban a hacer vida en adelante.

Por lo general, en el afán de mantener contacto con la patria de origen, los progenitores de los "primera generación" los inscribían en colegios particulares, en donde la enseñanza se impartía en las dos lenguas. Se establecieron numerosas instituciones que respondían a esa necesidad. Todavía  perdura algún ejemplo por allí, como el colegio Francia o el Agustín Codazzi. Algunos de ellos incluso ofrecían la posibilidad de matricularse bajo el régimen extranjero, ya que la intención de algunas familias era levantar algo de dinero, y esperar a que las cosas mejoraran en el otro lado del océano para devolverse. Sin embargo, por lo menos por lo que puedo percibir, esa fue una minoría. La realidad es que lo común fue establecerse aquí, integrándose en alguna medida aunque conservando intactas las tradiciones, sobre todo en lo concerniente a la gastronomía, que viene siendo el principal referente cultural. Otro aspecto que se trataba de mantener vivo era la lengua, o en todo caso el dialecto. El oído se acostumbraba desde la cuna a los sonidos propios de cada nacionalidad.

Otra manera de buscar la seguridad que proporciona la gregariedad fue el establecimiento de centros sociales de cada país, o en el caso de los españoles, de las diferentes regiones de la península; fue así como en los años 60 proliferaron los clubes: el Ítalo, la Hermandad, el Hogar Canario, el Portugués, entre otros. En esos círculos, por lo menos en sus primeros años, se escuchaba hablar en la lengua  madre (o en el dialecto) casi exclusivamente, y el acceso estaba tácitamente prohibido para los que no gozaran de la nacionalidad que correspondiera en cada caso. Con el tiempo eso fue evolucionando, y los clubes ya aceptan a cualquier persona sin importar su procedencia; ya quedan solo algunas personas, ya mayores, que se reúnen en círculos cada vez más pequeños, a jugar cartas, tomarse una grappa o un vasito de orujo,  o simplemente a rememorar otras épocas charlando en su idioma.

Los "primera generación", entonces, percibían la vida a través de un cristal deformado: por un lado, en el hogar, el colegio o en el club, se sentían como en una sucursal del país de origen. Pero cuando les tocaba pisar calle, de verdad, veían otra realidad. Y aparecía la necesidad imperiosa de integrarse a esa sociedad que en definitiva sería la que les tocaría frecuentar de por vida. Tal vez también por un acto de rebeldía ante la autoridad paterna, que tendía a buscar la eternización de la condición de extranjero. El asunto es que, una vez alcanzado el nivel educativo universitario, ya el mundo anterior se dejaba atrás y se entraba de lleno en la dinámica nacional, para lo cual tal vez faltaba alguna herramienta social que debía adquirirse lo más rápido posible, so pena de convertirse en un paria. De cierta manera debía renegarse del gentilicio ancestral como ceremonia de iniciación en esa nueva etapa, aprender a reírse de los chistes a costa de los extranjeros, e incluso a ocultar ciertos detalles. Eventualmente, a la hora de escoger pareja, no se buscaba a alguien del mismo origen. Y se terminaba por sentirse venezolano y asimilar con gusto las tradiciones y costumbres vernáculas.

Sin embargo, es imposible dejar a un lado el sentimiento hacia la patria de nuestros mayores, a pesar de haber adoptado la idiosincracia del país de nacimiento. Y voy a poner mi caso como ejemplo: mi origen es italiano, de la región del Véneto. Hay muchos aspectos del "ser italiano" con los cuales no comulgo: tal vez tengan que ver con la fanfarronería, o la excesiva expansividad. Sin embargo son cosas que acepto y tolero, pues son condiciones inherentes a la italianidad, como lo son también muchas otras características loables, la generosidad y la lealtad por ejemplo. El gentilicio es como la familia. A lo mejor no todos nuestros parientes nos caen bien: siempre existe el primo envidioso o  el tío tramposo; sin embargo, son familia y como tal la aceptamos y, si llega el caso, la defendemos. Lo mismo ocurre con el sentimiento hacia la patria. Creo que está en lo que llaman "la sangre". Uno no puede evitar emocionarse cuando en algún acontecimiento deportivo, o cultural, ondea la bandera italiana, o suena el himno de Mameli. Alguna fibra del ser vibra en sintonía con esas notas.

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