jueves, 30 de abril de 2020

Mi primera tarjeta de crédito


Tenía unos 24 años, y unos meses de haber conseguido mi primer empleo formal. Ya estaba en una nómina, recibía pagos regulares con todas las asignaciones y deducciones bien pormenorizadas en el recibo de pago, y había abierto una cuenta corriente para movilizar mi “flujo de caja”. Solamente me faltaba el instrumento que me haría pertenecer a una logia exclusiva, de profesionales, comerciantes y artistas: la de los tarjetahabientes. La ocasión la propició una bonita promotora que se acercó a nuestra oficina, nos rellenó los formatos de solicitud, y nos dio una breve charla sobre los beneficios que nos traería la posesión de ese plástico. A la vuelta de unas cuantas semanas, mi resplandeciente tarjeta Visa Classic llegó, ya no sé si por el correo ordinario o por medio de las manos de un mensajero. El asunto es que ya tenía crédito. Y, como la mayoría de las personas, me empeñé en mantenerlo vivo, con el propósito de hacerlo crecer. Como si fuese masa madre, ahora que lo pienso: alimentándolo un poco cada semana, pagando religiosamente el cargo mensual (un poco más del monto mínimo, según los consejos de los colegas más experimentados). Usé una carpeta manila para llevar el control de la tarjeta: en ella archivaba en orden cronológico los vouchers de compra, los estados de cuenta, y los recibos de pago.
Gracias a esa tarjeta, conocí buena parte de los restaurantes de Caracas: desde las míticas tascas de La Candelaria –solíamos almorzar los viernes en La Cita, La Tertulia, El Arenal, El Pozo Canario, El Guernica, pues la oficina quedaba a media cuadra de Urapal, y de allí para abajo todo era culto a los camarones enchilados, calamares en su tinta, arroces a la marinera, croquetas de bacalao, y demás especialidades ibéricas- pasando por los chinos de El Bosque, y terminando por los comederos de carne como La Estancia, el Shorthorn Grill, el nunca olvidado Carrizo, el de corta duración Myfair Station, en Bello Campo, y varios otros que he olvidado. Porque, con mucha pena, debo admitir que un porcentaje importantísimo de mi gasto en esa modalidad se fue, literalmente, por la poceta. Salvo un combo televisor-betamax, y alguna otra chuchería, no recuerdo haber utilizado esa tarjeta en cosas más productivas. La carpeta manila no paraba de engordar, y pronto tuve que abrir otra. Los límites de crédito subían como la espuma, así como mis deudas. Y, para colmo, el banco me ofreció otra tarjeta, la Master, por lo que tuve que duplicar mi sistema de archivo. Un día, de la nada, recibí una llamada de un ejecutivo de cuenta del Banco Mercantil,informándome que había sido elegido para recibir una tarjeta Diners: la única que ,en teoría, no tenía límite de crédito. En ese tiempo era, junto con la Américan Express, la Rolls Royce de las tarjetas. Exclusiva, cara, y no bien vista en muchos locales.
Para no extender demasiado el cuento, diré que silenciosa pero sostenidamente me fui endeudando. Creo no ser muy original en este aspecto; supongo que a muchas personas les pasó lo mismo. Cuando quise darme cuenta, el monto que debía sobrepasaba unas cuantas veces mi ingreso mensual. Y ya no respondía solo por mí, pues ya me había casado y tenía que hacerle frente a los gastos del hogar. Hubo que hacer un “reality check”, darse un baño de realidad, y archivar también los plásticos mientras se saneaban las cuentas. Pero una cosa piensa el burro, como dice la sabiduría popular, y entrando en los 90 la crisis bancaria sorprendió a todo el mundo. Las tasas de interés se dispararon a la estratósfera, y las deudas, en consecuencia, también. Los 90 fueron duros: había que hacer malabarismos para conciliar la necesidad de comer con las demandas de pago de los bancos, que iban cayendo uno tras otro como si fueran piezas de dominó. Un día le debías al banco X, al día siguiente tu acreedor ya era el banco Y que había fagocitado al X durante la noche.
Hoy en día cuesta creer que con el límite de crédito de una tarjeta se podía cancelar la cuota inicial de un carro. Tal vez los límites actuales den para cancelar la mitad de un mercado, pero no estoy muy seguro, ya que hace rato dejé de ser tarjetahabiente. Ya no gasto lo que no tengo.

1 comentario:

  1. Jijijiji leer esta crónica justo en estos días es refrescante. Tenemos similar historia. Las mías se iban tal cual en comidas y Locatel. Todo tratamiento médico pasaba por allí. Comparto también el hecho de poder usar la TDC cómo inicial para una compra crediticia mayor. Hoy día sigo siendo tarjetahabiente pero aún teniendo Platinum y Black lo más que puedo comprar es la mitad del tratamiento mensual del gordo y mi mamá. Ahhhh!!! En la Candelaria te faltó almorzar en El Alcabala. Allí se comía una Tortilla Española de muerte lenta.

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