Éste es mi cuarto de juegos. Siéntanse libres de tomar lo que gusten; si quieren dejar algo, también sirve.
lunes, 25 de noviembre de 2019
Un turista en Las Mercedes
sábado, 23 de noviembre de 2019
El primer cigarro
Un gesto, un sabor, un olor, tienen el poder de trasladarnos en el tiempo. Hace rato, al encender un tabaco, regresé al preciso instante en el que por primera vez acerqué un fósforo prendido a un cigarro, colgado torpemente entre mis labios, y le di el primer jalón. Afortunadamente, el vicio no prendió en mí. Lo hice por moda, todo hay que confesarlo. Quería sentirme “grande”, a mis escasos catorce o quince años. Estaba en la fuente de soda del Cada de La Florida, con la que era mi mejor amiga en ese momento, prácticamente mi hermana, pues desde nuestro nacimiento estuvimos muy cerca. Compartimos esa primera cajetilla, y creímos haber sellado nuestro ingreso al mundo de los mayores con aquel gesto de rebeldía e independencia. No recuerdo si ella conservó el hábito. Yo no pude; de hecho, lo aborrecí durante toda mi vida, hasta hace unos años, cuando me aficioné al tabaco. El vicio me estaba esperando con paciencia. La paciencia de un cazador agazapado, aguardando por su presa.
lunes, 18 de noviembre de 2019
La literatura como descubrimiento
Lo
bueno (y lo malo, dependiendo de la manera de pensar de cada quien) de la
literatura es su infinitud, en términos prácticos. Entre los millones de libros
ya escritos y los miles que se escriben cada año, es imposible que una persona
asimile un porcentaje importante del patrimonio literario universal. Eso a la
vez es deleite y frustración, pues vaya a saber uno cuáles joyas desconoce.
Uno de
los placeres más grandes que me ofrece la literatura es el descubrimiento de un
autor importante, o por lo menos de uno cuya obra sea deslumbrante ante mis
ojos. Es la apertura de un universo repleto de personajes, parajes, obsesiones
y reflexiones que a veces tienen el poder de funcionar como espejos, o cajas de
resonancia de las propias. Es adentrarse en la mente de cada escritor, y
maravillarse por su poder, expresado mediante la palabra. Últimamente he podido
experimentar ese placer algunas veces. 2016, por ejemplo, fue el año de Foster
Wallace, y la lectura de su obra máxima “La broma infinita”. Si debiera hacer
un paralelismo, diría que obró sobre mí el mismo efecto que hizo en su tiempo
la lectura de “Cien años de soledad”, por mucho que hoy en día me sienta
distante de la literatura del Gabo. 2019, en cambio, está siendo el año de
Sándor Márai. Estoy leyendo el cuarto libro, y todos me han dejado maravillado,
y admirado por el enorme conocimiento del ser humano que demuestra el húngaro
en su obra. Tanto en sus novelas como en sus diarios, Márai no deja de dar
testimonios sobre su visión del mundo y de los hombres que lo pueblan, hurgando
hasta el hueso para dejar al descubierto sus motivaciones para hacer lo que
hacen. Uno puede estar de acuerdo o no con él, pero no puede negar su maestría
y su oficio. Un grande, definitivamente.
La
literatura no salva de nada, pero entretiene. Espero con fruición los descubrimientos
que me esperan el próximo año.
lunes, 11 de noviembre de 2019
Caldo negro
Durante el desayuno, le cuento a Mary el sueño que tuve justo antes de despertar: estábamos en un carro, conducido por la prima Miriam Nikken. Era la mañana del 16 de noviembre, e íbamos hacia la marcha. Llovía copiosamente. Pasábamos por la trinchera de la Libertador, y veíamos apostados, encima de los puentes, varios GN con sus armas de reglamento. De pronto circulábamos por El Rosal, en una de sus avenidas principales, presumiblemente la Venezuela, y unas cuatro mujeres cruzaron de manera repentina frente a nuestro carro, como huyendo. La lluvia arreciaba, y se formó una especie de río en la avenida. Sobre aquel río vimos flotar a una señora, arrastrada por la fuerza del agua, que terminó recalando en una zanja que tenía el asfalto al lado de una esquina, y desapareciendo en ella. Le dije a Miriam que se detuviera, y me bajé a auxiliar a la mujer. La ayudé a salir de la zanja, y cuando estuvo de pie, le pregunté: “¿Señora, qué tiene?” “Caldo negro en el estómago”.
A Mary le intrigó lo del caldo negro, y buscó su significado en Wikipedia. Esto es lo que halló:
"El caldo negro (en griego antiguo μέλας ζωμός, melas zomós) o sopa negra era un plato tradicional espartano hecho con sangre, vino y vísceras; ascendido a símbolo de la frugalidad de las costumbres espartanas, y la comida fundamental consumida en la sisitia (comida colectiva de los espartanos).
En realidad la traducción ‘caldo negro’ no refleja plenamente el significado del término griego, que más literalmente designa una ‘sopa negra’: se trataba en realidad de un guiso de carne de cerdo, oscurecido por la adición de sangre y vino. Aunque no se ha conservado receta alguna de este plato, se cree que incluía también vinagre, para que actuase como emulsificante evitando que la sangre del cerdo se coagulara durante la cocción.
Según la leyenda, un hombre de Sibaris, una ciudad del sur de Italia famosa por su lujo y glotonería, dijo tras probar el caldo negro que entendía por qué los espartanos estaban tan dispuestos a morir.
Plutarco, en la Vida de Licurgo, cuenta que un rey del Ponto, tras haber oído hablar de esta famosa sopa y sintiendo curiosidad, hizo traer a un cocinero espartano para que lo preparase. Al probarlo lo encontró pésimo, diciéndole entonces el cocinero que para disfrutarlo plenamente era necesario bañarse primero en el Eurotas(el río del Peloponeso que pasa por Esparta), lo que significaba que había que apreciar las costumbres y tradiciones espartanas, adaptándose a un estilo de vida simple y esencial.
El mismo Plutarco cuenta que los ancianos espartanos no comían carne (que se dejaba a los jóvenes), prefiriendo alimentarse casi exclusivamente de caldo negro.
Ateneo ejemplifica la decadencia de Esparta señalando que los cocineros, acostumbrados a elaborar salsas refinadas, ya no eran capaces de preparar el caldo negro".
domingo, 3 de noviembre de 2019
Serendipia
Hay algo muy interesante en los libros: las conexiones secretas que existen entre ellos, que a veces tienen significado exclusivo, es decir, que parecieran estar allí para el disfrute particular de uno. Ayer experimenté ese placer. Estaba en casa de la prima Miriam Nikken, en una reunión familiar; en una ida al baño, pasé frente a su magnífica biblioteca, y me detuve un rato a escudriñarla. Entre tantos maravillosos volúmenes, dos en particular llamaron mi atención: una recopilación encuadernada de las revistas que editaba la librería Cruz del Sur, en los años 50, de cuya existencia me enteré en ese preciso momento, y el libro "Los cines de Caracas en el tiempo de los cines" de Nicolás Sidorkovs. Tomé el libro del estante para revisarlo con mayor comodidad encima de la mesa del comedor. Lo abrí, y enseguida busqué en el índice al final del tomo las entradas correspondientes a los cines más entrañables para mí, vale decir aquellos que se encontraban en la Calle Real de Sabana Grande. Allí estaba el más antiguo de ellos, el teatro Río. Me fui a la página que indicaba la referencia y, además de una fotografía de la fachada del cine, me encontré una cita tomada de un libro muy poco conocido, que está en mi casa por pura casualidad. Se trata de “La Caracas de los techos chatos”, de Gloria Brigé de Sucre, buena amiga de mi suegro, a quien le regaló una copia y él luego me la prestó, dado su conocimento acerca de mi interés por la historia menuda de Caracas. En ese pasadizo secreto entre ambos libros se dieron cita, entonces, tres personajes: los dos autores y mi suegro, unidos circunstancialmente en ese espléndido azar que me aguardaba ayer tarde.
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