viernes, 30 de enero de 2015

Sobre pocetas, excusados e inodoros



Esta mañana, sentado en ese mueble de cerámica que tanto alivio le aporta a la vida moderna, recordé súbitamente la vez que me enteré de la existencia de la palabra "inodoro". Fue en la película de los tempranos 70 "El golpe" o "The sting", protagonizada por Paul Newman y el para entonces jovencísimo Robert Redford. La situación, según recuerdo, era la siguiente: alguien acosaba a Redford para que le entregara algún objeto o documento, y el respondió (en la traducción subtitulada): "lo arrojé por el inodoro". Esa palabra me gustó de inmediato: inodoro, qué cosa tan genial. Algo que desaparece el olor mágicamente. Me pregunté si en el norte la tecnología estaba desarrollada al punto de fabricar artefactos que convirtieran los desechos en materia perfectamente desprovista de olor, ya que por estos lares la cosa muy inodora no era, ni lo sigue siendo. Basta con entrar a un baño público, que por muy provisto de pocetas que esté emite efluvios tóxicos que invitan a la huida si se puede prorrogar el trámite. En fin, que nuestros sanitarios no poseen esa característica que imaginé era normal en tierras desarrolladas. Claro, ya cuando pude viajar vi que esa palabra no pasa de ser un eufemismo, pues el olor es más o menos igual en todos lados.

Creo que fue más adelante cuando tropecé con la palabra "excusado", tal vez en algún libro traducido al español. Esa palabra me causó más bien gracia, ya que era mucho más honesta y sincera que inodoro. Ya que no puedo evitar que hieda, por lo menos excúseme.

Por asociación de ideas, traté de recordar cómo se le decía a la poceta en la lengua de mis padres, y por más que hice memoria no lo logré. Lo más que pude rescatar de la mente fue la palabra "cesso", pero ella se refiere más al lugar que al artefacto. Creo que en mi casa esa palabra estaba tácitamente vetada, era algo a lo cual no había que nombrar. Tal vez tenga algo que ver con la fobia que le tenía mi madre a los excrementos. Pisar pupú era algo terrible, una acción que desataba una reacción virulenta y febril: el zapato era llevado con todo el cuidado del mundo, pero a la vez velozmente, hacia la batea, y desinfectado como si fuera instrumental quirúrgico a punto de ser utilizado en una operación. Y uno se quedaba viendo aquellas maniobras sintiéndose lleno de vergüenza, como si hubiera cometido una falta imperdonable.

Para cerrar esta intrascendente croniquilla, les dejo una de las citas más escritas en las paredes de los retretes (¡ajá, otra palabra más!) públicos: "En este lugar sombrío / al que acude tanta gente / hace fuerza el más cobarde / y se caga el más valiente".

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