(a + b)²=a²+2ab + b². Una sencilla fórmula que aprendí por mi cuenta, antes de que me la enseñaran formalmente en alguno de los años del bachillerato, cuando la educación se dividía en: primaria, de seis grados; un ciclo básico común, de tres años; y un ciclo diversificado, en donde uno podía −en teoría− escoger entre la vertiente de ciencias y la de humanidades (digo en teoría, pues mi colegio no tenía la segunda opción), de dos años. La aprendí de rebote, cuando la estaba estudiando mi hermana y me la repetía, para memorizarla. A mí me pareció algo genial. No entendía para qué servía aquello, pero lo memoricé también. Sí, eso es algo que haría cualquier nerd. La palabra no existía, o no se usaba todavía en Venezuela, pero yo encarnaba al arquetipo. No muy sociable, bastante tímido, sobre todo en lo que se refería a abordar chicas, buen estudiante (aunque no muy estudioso, en realidad: me bastaba con atender las clases para asimilarlas), lector bastante voraz. Ah, y con lentes.
Es muy común que las muchachas se fijen en los alumnos mayores, e ignoren a los de su mismo salón. Debe ser cuestión de madurez, supongo. Uno desarrollaba amores platónicos, violentos e imposibles hacia chicas inaccesibles, que habían crecido a su lado pero que lo consideraban algo así como un hermano, o, peor, un confidente, y le contaban las cuitas amorosas, o los encuentros con sus novios que tenían moto, o carro, como para agudizar el martirio. Pero llegaba el momento del desquite, que sucedía cuando uno alcanzaba los grados superiores y disponía de un coto de caza en los salones de los primeros años.
Yo había puesto mis ojos en una muchacha de tercer año. Muy bonita, menuda, de cabello oscuro y largo. Comencé a tratar de llamar su atención, pero con escasos resultados. Indagando en sus gustos, supe que era una tenista de buen nivel, y busqué por ese camino. Pero no era esa la vía hacia su interés,ya que yo tenía el enorme "hándicap" de ser un pésimo jugador de ese deporte. Por primera vez le sacaría provecho a mis conocimientos: su punto débil eran las matemáticas, y allí estaba yo para auxiliarla. Organizamos un encuentro de estudios en casa de una de sus condiscípulas, que también cojeaba de la misma pierna, y vivía cerca de mi casa. Todavía recuerdo mi azoramiento en el camino hacia su edificio. La avenida Los Jabillos se me antojó interminable, tal era mi ansia.
Por fin llegué, nos instalamos en la mesa del comedor, y comenzó mi improvisación como profesor de matemáticas. Uno de los temas a tratar era precisamente el binomio de Newton. Yo, envanecido por mis conocimientos, pensé que iba a ser mi gran victoria. Pero no contaba con un detalle: mi escasa habilidad para impartir conocimientos, y mi nula paciencia. No sé cuántas veces traté de explicar aquello, ni de cuáles maneras diversas. Lo escribí, lo grafiqué, hice ejemplos. Nada funcionó. Por fin, tuve que capitular, y les dije que se aprendieran la fórmula de memoria, o que hicieran una chuleta. Que de todas maneras, eso no les iba a servir para más nada, en la vida. Claro que en ese momento esa afirmación fue un reflejo de mi propia experiencia.
Me fui derrotado de ese apartamento, pensando que había arruinado la oportunidad. Pero, para mi sorpresa, no fue así: por un par de semanas, mantuve la ilusión de haber cambiado mi estatus, de haber salido de la “friend zone”, por decirlo con un término actual. Dos semanas gloriosas, donde no hubo nada en concreto, pero sí conversaciones, miradas, ilusión. Como suele suceder, ese esbozo murió de inanición. No tenía cómo funcionar, de todas maneras. Ese sería mi último trimestre en el colegio, y ya más nunca la vería. Así como más nunca le daría uso al binomio de Newton.
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