Esta mañana vi un post en Facebook, que rendía cuenta del cumpleaños nro. 79 del señor Tom Jones. Me asombra que tenga
apenas 20 años más que yo, puesto que mis recuerdos sobre él se remontan al año
67 o 68, cuando yo era apenas un niño que recién salía a la calle sin
supervisión y él era ya una estrella consagrada, una figura habitual en los
programas de variedades, en la radio y en las revistas, que eran los medios de
información que teníamos a la mano. No es que yo me interesase por esos temas;
pero sí me interesaba, y mucho, una vecina del edificio, una muchacha bastante
mayor que yo, zalamera, que seguramente para fastidiarme me hacía ojitos y en
alguna oportunidad me dirigió la palabra, cosa que infló mi ego a niveles
estratosféricos. A partir de ese momento yo aprovechaba todas las ocasiones que se me presentaran para estar cerca de
ella. Una de esas oportunidades tuvo que ver precisamente con el señor Jones.
No sé si la noche anterior se había presentado en la televisión, aunque eso fue
así en mi recuerdo. Me habían mandado al abasto cercano, una bodega con
pretensiones de automercado, aunque su tamaño no daba para tanto, en donde
comenzaba la modalidad de autoservicio, a comprar, entre otras cosas, un manojo
de perejil. Allí estaba el objeto de mis desvelos, apoyada contra la nevera de
las verduras, relatando con lujo de detalles la presentación del cantante,
describiendo su vestimenta, alabando sus movimientos, muriendo por su melena, y
cantando con su voz terriblemente desafinada, y sospecho que inventando la
letra, la canción que había puesto de
moda el galés, Delilah. Yo me quedé paralizado frente a ella, viendo su “performance”,
y, por supuesto, mudo. No me atrevía a hablarle, y mucho menos a acercarme a
ella, cosa que por otra parte era necesaria, pues debía buscar el perejil que
estaba a unos centímetros de sus nalgas. Total que esperé a que terminara su
acto, y, como una exhalación, fui a la nevera, metí la mano y tomé el primer
ramo que vi, sin fijarme mucho en su estado de conservación. Luego busqué las demás cosas que me había
encomendado mi madre, pagué y me fui derechito a mi casa, tarareando en mi
mente la melodía de la canción masacrada por la muchacha. Cuando llegué, puse
la compra sobre la mesa de la cocina, y me fui a jugar. A los pocos minutos, me
llamó mi madre. “Vas a tener que regresar al abasto. Te dije perejil, no
cilantro”.
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