sábado, 8 de junio de 2019

El tigre de Gales, la vecina y el manojo de perejil



Esta mañana vi un post en Facebook, que rendía cuenta del cumpleaños nro. 79 del señor Tom Jones. Me asombra que tenga apenas 20 años más que yo, puesto que mis recuerdos sobre él se remontan al año 67 o 68, cuando yo era apenas un niño que recién salía a la calle sin supervisión y él era ya una estrella consagrada, una figura habitual en los programas de variedades, en la radio y en las revistas, que eran los medios de información que teníamos a la mano. No es que yo me interesase por esos temas; pero sí me interesaba, y mucho, una vecina del edificio, una muchacha bastante mayor que yo, zalamera, que seguramente para fastidiarme me hacía ojitos y en alguna oportunidad me dirigió la palabra, cosa que infló mi ego a niveles estratosféricos. A partir de ese momento yo aprovechaba todas las ocasiones  que se me presentaran para estar cerca de ella. Una de esas oportunidades tuvo que ver precisamente con el señor Jones. No sé si la noche anterior se había presentado en la televisión, aunque eso fue así en mi recuerdo. Me habían mandado al abasto cercano, una bodega con pretensiones de automercado, aunque su tamaño no daba para tanto, en donde comenzaba la modalidad de autoservicio, a comprar, entre otras cosas, un manojo de perejil. Allí estaba el objeto de mis desvelos, apoyada contra la nevera de las verduras, relatando con lujo de detalles la presentación del cantante, describiendo su vestimenta, alabando sus movimientos, muriendo por su melena, y cantando con su voz terriblemente desafinada, y sospecho que inventando la letra,  la canción que había puesto de moda el galés, Delilah. Yo me quedé paralizado frente a ella, viendo su “performance”, y, por supuesto, mudo. No me atrevía a hablarle, y mucho menos a acercarme a ella, cosa que por otra parte era necesaria, pues debía buscar el perejil que estaba a unos centímetros de sus nalgas. Total que esperé a que terminara su acto, y, como una exhalación, fui a la nevera, metí la mano y tomé el primer ramo que vi, sin fijarme mucho en su estado de conservación.  Luego busqué las demás cosas que me había encomendado mi madre, pagué y me fui derechito a mi casa, tarareando en mi mente la melodía de la canción masacrada por la muchacha. Cuando llegué, puse la compra sobre la mesa de la cocina, y me fui a jugar. A los pocos minutos, me llamó mi madre. “Vas a tener que regresar al abasto. Te dije perejil, no cilantro”.

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