La noche me produce sentimientos
encontrados. Me atrae, pero al mismo tiempo me espanta. Me seduce, pero también
me asusta. Me evoca momentos de pasión, pero también de terror. En la noche
están sueltos los ángeles y los demonios, y a veces cuesta distinguir quién es
quién.
La noche fue un territorio
vedado, para mí, hasta que tuve 18 años, y carro propio. Antes de eso, mis
visitas a esa región fueron esporádicas, y supervisadas por adultos la mayoría
de las veces; era infrecuente que me encontrara fuera de mi casa después de las
ocho de la noche sin que estuviera presente algún miembro familiar, o algún
padre de los amigos que me acompañasen. Tal vez en las fiestecitas, pero por lo
general estas ocurrían en ambientes controlados, y uno sabía que había ojos por
doquier, velando por que las cosas no se salieran de cauce. Pero eso cambió
de manera radical al llegar mi mayoría
de edad, cuando me puse detrás del volante. Allí agarré calle, y comencé a tener
encontronazos con ella, la nocturnidad. Tan temprano como a las dos o tres
semanas, cuando, una noche de domingo, las luces de unos faros me alumbraron de
frente, al tiempo de que una coctelera comenzara su danza frenética encima del
techo de la patrulla que me pilló comiéndome una flecha, en una calle
cualquiera de Las Mercedes. Esa infracción involuntaria –lo juro, no fue a propósito,
no conocía el flechado– me costó unas 36 horas tras las rejas, en una jefatura
cercana a la redoma de Petare. No fue tan terrible como se podría imaginar,
pues mis compañeros de prisión, en su mayoría, eran también infractores de
tránsito, y no tuve mayores inconvenientes que la notoria insalubridad del
recinto, con sus colchonetas hediondas a orina y la única poceta disponible
rebozando, bueno, eso que se puede hallar rebozando en una poceta de cárcel, usada por unos veintitantos reclusos.
Después de eso comenzó la etapa
de los amores difíciles, y de los guayabos, que solía drenar saliendo a
recorrer la ciudad, solo, sin rumbo fijo, con la oscuridad y los 20 vatios del
equipo de sonido, sonando a todo trapo, como única compañía. En uno de esos
lances terminé, sin saber cómo, en una trocha de tierra, usada para practicar motocross;
las ruedas traseras atrapadas en el barro, girando inútilmente, hundiéndose
cada vez más con cada pisotón que le daba irreflexivamente al acelerador. Hasta
que un par de los motociclistas se apiadaron de mí, dejaron de hacer piruetas,
y me ayudaron a salir de ese trance. Eso fue por los lados del seminario del El
Hatillo, pues mis recorridos me llevaban a lugares muy alejados de mi hogar. Otra
noche, en cambio, fui a rumiar mi despecho a un autocine, ese que quedaba a la
vera de la Cota Mil, viendo las desventuras de Burt Reynolds tratando infructuosamente
de suicidarse, en una comedia que no tuvo el poder de hacerme reír, ni de
olvidar el motivo que me había llevado a ese lugar.
Pero la situación más extraña,
en donde los protagonistas fueron mi Fiat y la noche, me ocurrió un par de años
después. Ya me había ennoviado seriamente, con la mujer que todavía hoy
comparte la vida conmigo, y teníamos cerca de un año de andar juntos. Fuimos,
junto con su hermano Diego y su mejor
amiga, María Consuelo, a la fiesta de despedida de un compañero de la
universidad que había conseguido una beca para Europa, y allí se consagraría
más tarde como uno de los mejores exponentes de las danza contemporánea, hoy por
hoy residente en Amsterdam, en donde dirige una academia de baile: mi gran
amigo David Zambrano. La reunión tuvo lugar en Santa Mónica, en una casa de
alguna de las calles que trepan hacia las colinas. Supongo que sería cerca de
las dos de la mañana cuando abandonamos la fiesta, y nos dirigimos hacia la
autopista para ir a casa. Dejamos atrás el Crema Paraíso, y unos cuantos metros
más allá me estampé contra la defensa del canal de incorporación a la
Valle-Coche. No íbamos muy a prisa, por lo que no hubo incidentes qué lamentar.
Del asiento posterior emergió la mano de mi cuñado Diego, quien la posó sobre
mi hombro y me dijo: “¿quieres que maneje yo?”, a lo que yo, como toda
respuesta, le di un manotón al volante, que giró alocadamente, como si fuera
una ruleta de casino. No, no estaba bajo el influjo del alcohol: se había
averiado la dirección del carro.
Nos bajamos ambos, a hacer una
revisión del daño, pero por la oscuridad reinante no pudimos sacar nada en
claro. De pronto, apareció un Volskwagen, que se estacionó cerca, y del él
salió su conductor, que se ofreció a auxiliarnos. “Lo primero que hay que hacer
es mover el carro de donde está, se lo puede llevar alguien por delante”, sentenció. Y tenía
razón; la manera como había quedado mi Fiat entorpecía drásticamente la entrada
a la autopista. Entonces ideamos una maniobra arriesgada, pero que resultó
efectiva. Yo me monté en el carro, comencé a retroceder lentamente, mientras
Diego y el tripulante del VW, uno a cada lado del carro, empujaban las ruedas
en el sentido apropiado para sacar al automóvil de allí. Tras unos buenos diez
minutos logramos orillar el vehículo en un lugar menos peligroso. Entonces, la
persona que había salido en auxilio de nosotros se ofreció a darnos la cola, a
lo que accedimos con cierta reluctancia, pues, salvo su amabilidad, no
conocíamos más nada del hombre. Pero no teníamos muchas opciones, así que
abordamos su carro. Creo que me monté yo delante, como copiloto, y Diego con
Mary y María Consuelo en el asiento de atrás. Pero nuestro circunstancial amigo
tenía planes, aparentemente. No quiso llevarnos enseguida a casa; la noche era
joven, para él. Y nos llevó a un antro por los alrededores: el bar Mariela.
Un bar de ficheras, era. Las
muchachas entraron en crisis, como es de suponer, pues el ambiente lucía
lóbrego, sórdido (o, por lo menos, así lo percibimos). Tras intercambiar
miradas de alarma, se fueron al baño, y Diego y yo tratamos de convencer al
hombre de que nos sacara de allí, pues no nos parecía un sitio adecuado para
nuestras acompañantes. Él puso algunos reparos, pero al final cedió, con la
condición de que lo acompañáramos, luego de dejarlas en sus casas, a otro
lugar. Decidimos complacerlo, y a los veinte minutos ya estábamos en
Macaracuay, dejando a buen resguardo a las chicas. Diego tomó el carro que usaba
en esos días, casualmente también un VW, y nos fuimos detrás del otro
escarabajo, en pos de la penúltima parada de esa noche tan inusual. Recalamos
en un barcito por los lados de Buena Vista, donde aparentemente nuestra guía
era habitué, y estuvimos tomando
cerveza tras cerveza, hasta la hora de cierre. Pero no acabaría allí esa
aventura. Antes de despedirnos, el hombre nos pidió que lo acompañáramos a su
casa, que quedaba en un callejón casi al frente del bar. Lo hicimos, y
terminamos sentados en medio de un reguero de ropa tirada por todas partes, en
un humilde cuarto de algo que no sé si sería una pensión, tomando del pico el resto
de una botella de ron que tenía guardada nuestro anfitrión para una ocasión
especial, y escuchando en loop, en la voz de Gualberto y nosotros haciendo los
coros, la triste historia de Páez y el Negro Primero: “El catire y el negro”.
Cuando salimos por fin de ese lugar, ya comenzaba a clarear.
Pero, tal vez, lo más asombroso
de esta historia ocurrió el día siguiente, cuando fuimos nuevamente a Santa
Mónica a ver si todavía estaba, y en cuáles condiciones, mi carrito. Para mi
sorpresa, lo hallamos intacto, donde lo habíamos dejado. Y un perno solucionó
el problema: se había roto la pieza que conectaba la barra de la dirección con
el mecanismo que hacía mover hacia los lados las ruedas. Así que la
reemplazamos con un tornillo cualquiera, y me pude ir de allí manejando mi
Fiat. Más nunca supe del inesperado salvador de la noche anterior, el que nos
sacó del apuro sin pedir a cambio más nada que un poco de compañía. El que nos
mostró un aspecto inédito, para nosotros, de la Caracas nocturna. La Caracas a
la que le cantaría, entre tantos otros, Yordano, en su canción “Perla negra”.
Los hechos ocurridos durante esa noche tan particular me sirvieron como base para el
cuento “Viaje al fondo de la noche”.
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