viernes, 28 de junio de 2019

La historia tras un cuento

La noche me produce sentimientos encontrados. Me atrae, pero al mismo tiempo me espanta. Me seduce, pero también me asusta. Me evoca momentos de pasión, pero también de terror. En la noche están sueltos los ángeles y los demonios, y a veces cuesta distinguir quién es quién.
La noche fue un territorio vedado, para mí, hasta que tuve 18 años, y carro propio. Antes de eso, mis visitas a esa región fueron esporádicas, y supervisadas por adultos la mayoría de las veces; era infrecuente que me encontrara fuera de mi casa después de las ocho de la noche sin que estuviera presente algún miembro familiar, o algún padre de los amigos que me acompañasen. Tal vez en las fiestecitas, pero por lo general estas ocurrían en ambientes controlados, y uno sabía que había ojos por doquier, velando por que las cosas no se salieran de cauce. Pero eso cambió de  manera radical al llegar mi mayoría de edad, cuando me puse detrás del volante. Allí agarré calle, y comencé a tener encontronazos con ella, la nocturnidad. Tan temprano como a las dos o tres semanas, cuando, una noche de domingo, las luces de unos faros me alumbraron de frente, al tiempo de que una coctelera comenzara su danza frenética encima del techo de la patrulla que me pilló comiéndome una flecha, en una calle cualquiera de Las Mercedes. Esa infracción involuntaria –lo juro, no fue a propósito, no conocía el flechado– me costó unas 36 horas tras las rejas, en una jefatura cercana a la redoma de Petare. No fue tan terrible como se podría imaginar, pues mis compañeros de prisión, en su mayoría, eran también infractores de tránsito, y no tuve mayores inconvenientes que la notoria insalubridad del recinto, con sus colchonetas hediondas a orina y la única poceta disponible rebozando, bueno, eso que se puede hallar rebozando en una poceta de cárcel, usada por unos veintitantos reclusos.
Después de eso comenzó la etapa de los amores difíciles, y de los guayabos, que solía drenar saliendo a recorrer la ciudad, solo, sin rumbo fijo, con la oscuridad y los 20 vatios del equipo de sonido, sonando a todo trapo, como única compañía. En uno de esos lances terminé, sin saber cómo, en una trocha de tierra, usada para practicar motocross; las ruedas traseras atrapadas en el barro, girando inútilmente, hundiéndose cada vez más con cada pisotón que le daba irreflexivamente al acelerador. Hasta que un par de los motociclistas se apiadaron de mí, dejaron de hacer piruetas, y me ayudaron a salir de ese trance. Eso fue por los lados del seminario del El Hatillo, pues mis recorridos me llevaban a lugares muy alejados de mi hogar. Otra noche, en cambio, fui a rumiar mi despecho a un autocine, ese que quedaba a la vera de la Cota Mil, viendo las desventuras de Burt Reynolds tratando infructuosamente de suicidarse, en una comedia que no tuvo el poder de hacerme reír, ni de olvidar el motivo que me había llevado a ese lugar.  
Pero la situación más extraña, en donde los protagonistas fueron mi Fiat y la noche, me ocurrió un par de años después. Ya me había ennoviado seriamente, con la mujer que todavía hoy comparte la vida conmigo, y teníamos cerca de un año de andar juntos. Fuimos, junto con su hermano  Diego y su mejor amiga, María Consuelo, a la fiesta de despedida de un compañero de la universidad que había conseguido una beca para Europa, y allí se consagraría más tarde como uno de los mejores exponentes de las danza contemporánea, hoy por hoy residente en Amsterdam, en donde dirige una academia de baile: mi gran amigo David Zambrano. La reunión tuvo lugar en Santa Mónica, en una casa de alguna de las calles que trepan hacia las colinas. Supongo que sería cerca de las dos de la mañana cuando abandonamos la fiesta, y nos dirigimos hacia la autopista para ir a casa. Dejamos atrás el Crema Paraíso, y unos cuantos metros más allá me estampé contra la defensa del canal de incorporación a la Valle-Coche. No íbamos muy a prisa, por lo que no hubo incidentes qué lamentar. Del asiento posterior emergió la mano de mi cuñado Diego, quien la posó sobre mi hombro y me dijo: “¿quieres que maneje yo?”, a lo que yo, como toda respuesta, le di un manotón al volante, que giró alocadamente, como si fuera una ruleta de casino. No, no estaba bajo el influjo del alcohol: se había averiado la dirección del carro.
Nos bajamos ambos, a hacer una revisión del daño, pero por la oscuridad reinante no pudimos sacar nada en claro. De pronto, apareció un Volskwagen, que se estacionó cerca, y del él salió su conductor, que se ofreció a auxiliarnos. “Lo primero que hay que hacer es mover el carro de donde está, se lo puede llevar  alguien por delante”, sentenció. Y tenía razón; la manera como había quedado mi Fiat entorpecía drásticamente la entrada a la autopista. Entonces ideamos una maniobra arriesgada, pero que resultó efectiva. Yo me monté en el carro, comencé a retroceder lentamente, mientras Diego y el tripulante del VW, uno a cada lado del carro, empujaban las ruedas en el sentido apropiado para sacar al automóvil de allí. Tras unos buenos diez minutos logramos orillar el vehículo en un lugar menos peligroso. Entonces, la persona que había salido en auxilio de nosotros se ofreció a darnos la cola, a lo que accedimos con cierta reluctancia, pues, salvo su amabilidad, no conocíamos más nada del hombre. Pero no teníamos muchas opciones, así que abordamos su carro. Creo que me monté yo delante, como copiloto, y Diego con Mary y María Consuelo en el asiento de atrás. Pero nuestro circunstancial amigo tenía planes, aparentemente. No quiso llevarnos enseguida a casa; la noche era joven, para él. Y nos llevó a un antro por los alrededores: el bar Mariela.
Un bar de ficheras, era. Las muchachas entraron en crisis, como es de suponer, pues el ambiente lucía lóbrego, sórdido (o, por lo menos, así lo percibimos). Tras intercambiar miradas de alarma, se fueron al baño, y Diego y yo tratamos de convencer al hombre de que nos sacara de allí, pues no nos parecía un sitio adecuado para nuestras acompañantes. Él puso algunos reparos, pero al final cedió, con la condición de que lo acompañáramos, luego de dejarlas en sus casas, a otro lugar. Decidimos complacerlo, y a los veinte minutos ya estábamos en Macaracuay, dejando a buen resguardo a las chicas. Diego tomó el carro que usaba en esos días, casualmente también un VW, y nos fuimos detrás del otro escarabajo, en pos de la penúltima parada de esa noche tan inusual. Recalamos en un barcito por los lados de Buena Vista, donde aparentemente nuestra guía era habitué, y estuvimos tomando cerveza tras cerveza, hasta la hora de cierre. Pero no acabaría allí esa aventura. Antes de despedirnos, el hombre nos pidió que lo acompañáramos a su casa, que quedaba en un callejón casi al frente del bar. Lo hicimos, y terminamos sentados en medio de un reguero de ropa tirada por todas partes, en un humilde cuarto de algo que no sé si sería una pensión, tomando del pico el resto de una botella de ron que tenía guardada nuestro anfitrión para una ocasión especial, y escuchando en loop, en la voz de Gualberto y nosotros haciendo los coros, la triste historia de Páez y el Negro Primero: “El catire y el negro”. Cuando salimos por fin de ese lugar, ya comenzaba a clarear.
Pero, tal vez, lo más asombroso de esta historia ocurrió el día siguiente, cuando fuimos nuevamente a Santa Mónica a ver si todavía estaba, y en cuáles condiciones, mi carrito. Para mi sorpresa, lo hallamos intacto, donde lo habíamos dejado. Y un perno solucionó el problema: se había roto la pieza que conectaba la barra de la dirección con el mecanismo que hacía mover hacia los lados las ruedas. Así que la reemplazamos con un tornillo cualquiera, y me pude ir de allí manejando mi Fiat. Más nunca supe del inesperado salvador de la noche anterior, el que nos sacó del apuro sin pedir a cambio más nada que un poco de compañía. El que nos mostró un aspecto inédito, para nosotros, de la Caracas nocturna. La Caracas a la que le cantaría, entre tantos otros, Yordano, en su canción “Perla negra”. Los hechos ocurridos durante esa noche tan particular me sirvieron como base para el cuento “Viaje al fondo de la noche”.




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