sábado, 15 de junio de 2019

El Palmar y los US Keds


Hay toda una polémica en las redes sociales, ese espejo de la opinión pública, acerca del reciente cambio de nombre de la entidad federal antiguamente conocida como Departamento Vargas, luego transformada en estado −manteniendo el nombre del prócer civil−, y ahora, por obra y gracia del capricho de alguien, convertida en Estado La Guaira. Como todos los cambios toponímicos impuestos a la fuerza, este también será inútil. La gente continuará llamando Vargas a ese estado. O, más coloquialmente, le dirá como le ha dicho siempre: la playa. Es que esa franja costera, apiñada entre el mar Caribe y la serranía de la costa, será siempre sinónimo de fin de semana sabroso, de baño de mar, de pescado frito, para el caraqueño. Por lo menos, yo tengo una relación amorosa con el litoral central, que data de mi temprana niñez. No puedo saber a ciencia cierta cuándo fue la primera vez que “bajé”, pero hay fotografías que atestiguan mi estadía en Macuto (que fue playa de elección a comienzos de los sesenta) estando yo bastante pequeño, comenzando a caminar, tal vez.

Lo cierto es que toda mi infancia, y toda mi adolescencia, estuvieron cundidas de visitas a la playa. Tanto a balnearios públicos, como el mencionado Macuto, Camuri Chico, Marina Grande, Naiguatá, como a instalaciones privadas como los hoteles Riviera, Macuto, Macuto Shératon y el Palmar. A este último va dirigida la crónica, que se me ocurrió al ver publicada en Facebook, en un grupo dedicado a fotos antiguas de Caracas y sus alrededores, una fotografía de ese edificio, que comenzó como hotel y creo que ahora funciona como propiedad horizontal. La agraciada estructura, que data tal vez de finales de los años cuarenta, se asoma al norte, con su fachada completamente saturada de balcones. Al frente de ella se encontraba un balneario, denominado “Playa Lido”, que era una especie de bahía artificial, constituida por un gran espigón de concreto que cumplía funciones de contención al brusco oleaje del Caribe, y permitía represar el agua de mar, garantizando el baño tranquilo a los temporadistas. A mí siempre me pareció un desatino ese invento, pero tenía su público, pues lo recuerdo lleno de gente todas las veces que lo visitaba.

Al principio, nuestras visitas se limitaban solamente a Playa Lido, y nunca entramos al hotel. Pero, cuando tenía tal vez once años, nuestros vecinos de enfrente −aquellos con quienes jugaba en secreto a “Casos y cosas de casa”, pues las ventanas de las respectivas cocinas estaban enfrentadas y eran comunes las conversaciones a través de ellas, tal cual en la teleserie−, habían alquilado un apartamento en el hotel, y me invitaron a pasar unas breves vacaciones con ellos. Mi mamá, tan respetuosa de las normas y de dar una impresión impecable, decidió que debía renovar mi guardarropas playero, y salimos de compras por el bulevar de Sabana Grande. De esas compras recuerdo un solo objeto, que me empeñé en tener apenas lo vi. Se trataba de un par de zapatos US Keds, que tenían la particularidad de ser tricolores: un costado azul, el otro rojo, y la lengüeta de un morado claro, tirando a violeta. Me parecieron los zapatos mas “cool” del planeta (claro que no empleé esa palabra, todavía mi vocabulario no estaba contaminado con extranjerismos), y decidí que formarían parte de mi personalidad. Creo que, en esas vacaciones, los demás niños se referían a mí como “el chico Keds”, pues esos zapatos abandonaban mis pies solamente para bañarme en la piscina de agua salada del hotel, o en la playa, a la cual se le accedía gracias a un pasadizo subterráneo que comunicaba el edificio con el mar. Del resto, andaba con ellos puestos todo el tiempo. Fueron unas vacaciones muy significativas en mi vida: las primeras sin la presencia incumbente de mis padres, que a veces pecaban de sobreprotectores y me sofocaban; y también constituyeron una especie de “rito de pasaje”, el momento en el que salí de la infancia para comenzar el tránsito por la pubertad. El momento en el que descubrí la atracción por las muchachas, en particular una de ellas, que me dejó una inquietud que no supe comprender en ese momento, pero a la cual no podía dejar de contemplar cuando la tenía cerca. La conocí, aunque tal vez el verbo no sea exacto, pues no recuerdo haber tenido alguna interacción con ella, en el salón de juegos del hotel, cuyo punto focal era una desvencijada mesa de ping pong, con su malla apolillada y curvada como un chinchorro, en la cual hacíamos cola para poder jugar. Ella era la estrella, y le ganaba a todos. Recuerdo apenas su pelo, recogido con una cola de caballo, su risa desenfadada cuando derrotaba a cada uno de los contendientes que se le ponían por delante, y su cuerpo, que comenzaba a adquirir las proporciones típicas de una adolescente, y que tuve la oportunidad de ver con cierto detalle cuando se bañába en la piscina, con un bikini de los que se usaban en esa época. Creo que nunca tuve el coraje de dirigirle la palabra; su imagen me torturó durante cierto tiempo, después de esas vacaciones tan especiales para mí.

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