Cuenta
la leyenda que antes del streaming, antes de Netflix, antes de los quemaítos,
antes de los multiplex, la gente veía películas yendo a salas de cine que
quedaban en su zona, y podía ir a pie, además. Existían los cines a puerta de
calle, es decir, salas ubicadas en edificios, muchas veces sin otro uso que el
de servir como cine, de dedicación exclusiva, digamos, a los cuales se les
accedía directamente desde la calle.
Los
caraqueños han sido, tradicionalmente, voraces consumidores de los productos
fabricados en los grandes estudios de cine. De ello hay confirmación tanto en
los archivos de prensa, como en la tradición oral, y en la literatura. En su
relato “De cómo Panchito Mandefuá cenó con el Niño Jesús”, perteneciente a “Cuentos
grotescos”, escrito en 1922, Pocaterra narra, refiriéndose a Mandefuá: “Indudablemente
era una autoridad en materia de cinematógrafo y tenía orgullo de expresarlo
entre sus compañeros, los otros granujas: ‘Mira, vale, para que a mí me guste
una película tiene que ser muy crema’”. El cine que menciona Pocaterra, como
sala de elección de Panchito, es el “Metro”. Debo averiguar si existió en
realidad esa sala, o es una licencia literaria. De lo que sí tengo certeza es
de la buena cantidad de negocios dedicados a la exhibición de películas que
existieron en Caracas, en diversas épocas. Se puede decir que era una de las
diversiones principales de fines de semana para los habitantes de esta ciudad.
Me contaba mi suegro que, estando bastante pequeño, iba al cine a ver los
seriados de Flash Gordon, antecesores de las series televisivas, que se pasaban
por capítulos consecutivos, los sábados y los domingos. Los espectadores se
veían obligados, entonces, a asistir varias veces a las salas, si no querían
perderse la historia. Y cuidado si el proyeccionista se equivocaba, y ponía un
capítulo repetido o se saltaba un episodio. La multitud congregada en la sala
podía volverse violenta.
Yo,
como he dicho en innumerables ocasiones pero no me canso de repetirlo, crecí en
los alrededores de Sabana Grande, y puedo recitar de memoria las salas de cine
que se hallaban en su “zona de influencia”. Comenzando desde el este, y más
cerca de Campo Alegre que de Sabana Grande, pero accesible a pie si se era buen
caminante, estaba el Lido, el de los estrenos de Disney y el fabuloso mural.
Allí vi, entre otras películas, la celebérrima Fantasía. Continuando el
recorrido mental, la siguiente parada corresponde a los primeros cines
múltiples de Caracas, el famoso Multicine, ubicado en el edificio de Beco. 4
salas, con funciones cada media hora, como para que nunca se llegara tarde.
Luego, unos pasos más allá, en el sótano del CC Chacaíto, teníamos los Cinemas
1, 2 y 3. Salas vagamente europeas, en donde pasaban el noticiero alemán “El
mundo al instante”, y ¡se podía fumar!, cosa altamente absurda y peligrosa, por
cierto. Allí vi joyas del gore como “Flesh for Frankenstein”, pero también
clásicos como “Tiempos modernos”, del genial Charles Chaplin. Siguiendo nuestra
ruta, a poca distancia de los Cinemas estaba el Broadway, una de las salas de
estreno de Sabana Grande. Recuerdo unas esculturas de metal al fondo de la
sala, en la pared en donde estaba la
pantalla. Allí vi “Love and death”, de Woody Allen, llamada aquí “La última
noche de Boris Grushensko”, entre otras películas que ya se fueron de mi
memoria. Prosiguiendo el camino por la calle real, nos topábamos con el Teatro
Río, que cumplía un doble papel: además de sala de cine, era usado para montar
piezas de teatro infantiles, los domingos en la mañana. Recuerdo que me llevaba
mi padre, y que rifaban cajas de chucherías que nunca gané. Luego, ya
mayorcito, fui sin compañía adulta a ver allí “La aventura del Poseidón”,
película que repetí por lo menos un par de veces más. Esa sala, además, fue
alquilada por un canal de televisión para grabar un programa de nuevos
talentos, con público presente. Recuerdo que, en ese período, dentro del cine
había letreros luminosos rotulados con las palabras “Aplausos” y “Abucheos” (u
otra similar, mi memoria no llega a tanto), que se encendían cuando se quería
una reacción determinada de la audiencia. La siguiente parada en este recorrido
corresponde a un cine que desapareció en los sesenta, y del cual no tengo
muchos recuerdos: el Metropol. Sé que fue muy famoso en la década anterior, y
que a su alrededor se formaban tumultos juveniles cuando estrenaban allí las
películas de “beatniks” que se popularizaron en esos años. Para llegar a la
siguiente sala, era necesario recorrer gran parte de la avenida Lincoln, pues
se encontraba casi al final de ella, en sentido oeste: el entrañable Radio
City. El de las taquillas de ensueño, con su diseño que hoy podemos calificar
de “steam punk”. Allí vi, entre muchas otras, la ópera rock Tommy, de los Who.
Pero la película que asocio a ese cine es una que no vi nunca: “El último tango
en París”. Recuerdo la cola gigantesca a sus puertas, un día de reestreno. Un
poquito más allá, en la avenida Las Acacias, teníamos dos opciones: hacia el
sur, el cine Las Acacias, y hacia el norte, esa estupenda sala dedicada al arte
y ensayo, La Previsora. En Las Acacias vi tanto películas picarescas como de
terror, entre las que recuerdo “Suspiria” de Dario Argento. En La Previsora, en
cambio, vi “Cría cuervos”, de Saura. Ya vamos llegando al final de este paseo
cinematográfico por Sabana Grande, y lo vamos a hacer con broche de oro, pues
cerraremos con dos excelentes salas: el Teatro del Este, y el Pequeño Teatro
del Este. Una maravilla ambas, con todo el espíritu moderno que envolvió a
Caracas en los años cincuenta. Del Teatro del Este recuerdo las funciones de
media noche, cuando Caracas era una ciudad amable, y no entrañaba peligro
alguno salir a las dos de la madrugada de una sala de cine, y dirigirse a
comentar la película a una de las tantas areperas que ofrecían servicio las veinticuatro
horas del día.
Sí, hoy
en día es muy fácil consumir cine en la comodidad del hogar. Pero, ¡cómo extraño llegar ligeramente tarde a la
función, ser acompañado por la acomodadora que iba alumbrando el camino con una
linterna, y sumegirme en una de las butacas, con la bolsa de cotufas en una
mano y las carlotinas , el maní, la fruna y el chocolate en los bolsillos, para
disfrutar de dos horas de drama, suspenso o comedia, en compañía de otras treinta o cuarenta personas que experimentarían las mismas emociones que
yo!
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