viernes, 21 de junio de 2019

Elogio a los cines de calle


Cuenta la leyenda que antes del streaming, antes de Netflix, antes de los quemaítos, antes de los multiplex, la gente veía películas yendo a salas de cine que quedaban en su zona, y podía ir a pie, además. Existían los cines a puerta de calle, es decir, salas ubicadas en edificios, muchas veces sin otro uso que el de servir como cine, de dedicación exclusiva, digamos, a los cuales se les accedía directamente desde la calle.

Los caraqueños han sido, tradicionalmente, voraces consumidores de los productos fabricados en los grandes estudios de cine. De ello hay confirmación tanto en los archivos de prensa, como en la tradición oral, y en la literatura. En su relato “De cómo Panchito Mandefuá cenó con el Niño Jesús”, perteneciente a “Cuentos grotescos”, escrito en 1922, Pocaterra narra, refiriéndose a Mandefuá: “Indudablemente era una autoridad en materia de cinematógrafo y tenía orgullo de expresarlo entre sus compañeros, los otros granujas: ‘Mira, vale, para que a mí me guste una película tiene que ser muy crema’”. El cine que menciona Pocaterra, como sala de elección de Panchito, es el “Metro”. Debo averiguar si existió en realidad esa sala, o es una licencia literaria. De lo que sí tengo certeza es de la buena cantidad de negocios dedicados a la exhibición de películas que existieron en Caracas, en diversas épocas. Se puede decir que era una de las diversiones principales de fines de semana para los habitantes de esta ciudad. Me contaba mi suegro que, estando bastante pequeño, iba al cine a ver los seriados de Flash Gordon, antecesores de las series televisivas, que se pasaban por capítulos consecutivos, los sábados y los domingos. Los espectadores se veían obligados, entonces, a asistir varias veces a las salas, si no querían perderse la historia. Y cuidado si el proyeccionista se equivocaba, y ponía un capítulo repetido o se saltaba un episodio. La multitud congregada en la sala podía volverse violenta.

Yo, como he dicho en innumerables ocasiones pero no me canso de repetirlo, crecí en los alrededores de Sabana Grande, y puedo recitar de memoria las salas de cine que se hallaban en su “zona de influencia”. Comenzando desde el este, y más cerca de Campo Alegre que de Sabana Grande, pero accesible a pie si se era buen caminante, estaba el Lido, el de los estrenos de Disney y el fabuloso mural. Allí vi, entre otras películas, la celebérrima Fantasía. Continuando el recorrido mental, la siguiente parada corresponde a los primeros cines múltiples de Caracas, el famoso Multicine, ubicado en el edificio de Beco. 4 salas, con funciones cada media hora, como para que nunca se llegara tarde. Luego, unos pasos más allá, en el sótano del CC Chacaíto, teníamos los Cinemas 1, 2 y 3. Salas vagamente europeas, en donde pasaban el noticiero alemán “El mundo al instante”, y ¡se podía fumar!, cosa altamente absurda y peligrosa, por cierto. Allí vi joyas del gore como “Flesh for Frankenstein”, pero también clásicos como “Tiempos modernos”, del genial Charles Chaplin. Siguiendo nuestra ruta, a poca distancia de los Cinemas estaba el Broadway, una de las salas de estreno de Sabana Grande. Recuerdo unas esculturas de metal al fondo de la sala, en la pared  en donde estaba la pantalla. Allí vi “Love and death”, de Woody Allen, llamada aquí “La última noche de Boris Grushensko”, entre otras películas que ya se fueron de mi memoria. Prosiguiendo el camino por la calle real, nos topábamos con el Teatro Río, que cumplía un doble papel: además de sala de cine, era usado para montar piezas de teatro infantiles, los domingos en la mañana. Recuerdo que me llevaba mi padre, y que rifaban cajas de chucherías que nunca gané. Luego, ya mayorcito, fui sin compañía adulta a ver allí “La aventura del Poseidón”, película que repetí por lo menos un par de veces más. Esa sala, además, fue alquilada por un canal de televisión para grabar un programa de nuevos talentos, con público presente. Recuerdo que, en ese período, dentro del cine había letreros luminosos rotulados con las palabras “Aplausos” y “Abucheos” (u otra similar, mi memoria no llega a tanto), que se encendían cuando se quería una reacción determinada de la audiencia. La siguiente parada en este recorrido corresponde a un cine que desapareció en los sesenta, y del cual no tengo muchos recuerdos: el Metropol. Sé que fue muy famoso en la década anterior, y que a su alrededor se formaban tumultos juveniles cuando estrenaban allí las películas de “beatniks” que se popularizaron en esos años. Para llegar a la siguiente sala, era necesario recorrer gran parte de la avenida Lincoln, pues se encontraba casi al final de ella, en sentido oeste: el entrañable Radio City. El de las taquillas de ensueño, con su diseño que hoy podemos calificar de “steam punk”. Allí vi, entre muchas otras, la ópera rock Tommy, de los Who. Pero la película que asocio a ese cine es una que no vi nunca: “El último tango en París”. Recuerdo la cola gigantesca a sus puertas, un día de reestreno. Un poquito más allá, en la avenida Las Acacias, teníamos dos opciones: hacia el sur, el cine Las Acacias, y hacia el norte, esa estupenda sala dedicada al arte y ensayo, La Previsora. En Las Acacias vi tanto películas picarescas como de terror, entre las que recuerdo “Suspiria” de Dario Argento. En La Previsora, en cambio, vi “Cría cuervos”, de Saura. Ya vamos llegando al final de este paseo cinematográfico por Sabana Grande, y lo vamos a hacer con broche de oro, pues cerraremos con dos excelentes salas: el Teatro del Este, y el Pequeño Teatro del Este. Una maravilla ambas, con todo el espíritu moderno que envolvió a Caracas en los años cincuenta. Del Teatro del Este recuerdo las funciones de media noche, cuando Caracas era una ciudad amable, y no entrañaba peligro alguno salir a las dos de la madrugada de una sala de cine, y dirigirse a comentar la película a una de las tantas areperas que ofrecían servicio las veinticuatro horas del día.

Sí, hoy en día es muy fácil consumir cine en la comodidad del hogar. Pero,  ¡cómo extraño llegar ligeramente tarde a la función, ser acompañado por la acomodadora que iba alumbrando el camino con una linterna, y sumegirme en una de las butacas, con la bolsa de cotufas en una mano y las carlotinas , el maní, la fruna y el chocolate en los bolsillos, para disfrutar de dos horas de drama, suspenso o comedia, en compañía de otras treinta o cuarenta personas que experimentarían las mismas emociones que yo!


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