A veces, basta un pequeño detalle para sumir en el caos una situación que ha debido ser tranquila y apacible. Como he mencionado anteriormente, mi "parque mascotil" se compone de una perra, una gata y el popular seminterno, ese que es y no es mascota, ese que tiene lo mejor de ambos mundos. Por lo general, la perra está en la entrada de la casa, en un patio techado, y la gata tiene sus dominios en el interior; no tienen mayor interacción, se guardan un prudente respeto; al límite, se limitan a gruñirse si se ven frente a frente. Hoy, por un descuido mío, se quedó la puerta de la casa abierta y la perra entró. La gata me avisó con su maullido acusador, pero no le hice mucho caso. Estaban ambas en la escalera que permite el acceso a las áreas comunes de mi hogar, la perra en el descanso superior y la felina en los peldaños inferiores. Como siempre, había abierto una ventana para dejarle su comida al seminterno, sin cerrarla luego. Estaba desayunando en la cocina, cuando vi una mancha gris movíendose sigilosamente en la sala. Enseguida supe de quien se trataba. No me molesté en sacarlo, pues es normal que el bichejo haga una ronda de reconocimiento y luego salga por donde entró. Pero no contaba con el factor que le metió entropía al asunto: los celos de las otras dos mascotas, que no toleraron esa visita indeseada a sus predios. La perra hizo algo insólito en ella: bajó hasta la sala. En un segundo la casa se volvió un atajagatos, ya que iban por la cabeza del seminterno. El pobre animal no hallaba por donde salir; corría como endemoniado por todos lados, perseguido por las otras dos. Por fin, su instinto lo enfiló hacia la puerta de la casa, y se escapó rumbo a a calle. a salvo de los dientes y las garras de las inquilinas oficiales de la casa, que al parecer no están dispuestas a admitir okupas en el lugar. Luego de ese momento de desbarajuste, en el cual fui apenas observador, pues no me dio tiempo de nada, reparé en que, durante todo ese rato, había tenido mi taza de café en la mano. A pesar de que no le había dado el primer sorbo, estaba por la mitad. El resto de su contenido original reposaba, como si fuese una pintura de Pollock, sobre el piso de la sala.
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