sábado, 20 de julio de 2019

La perla cautiva


Recientemente, en una reunión, salió a relucir el tema de los yesqueros. Como de costumbre, se inició por algo casual: alguien necesitaba encender un cigarro, vio un encendedor encima de la mesa, y a partir de allí la conversación anduvo un rato por esos derroteros, mencionando marcas y modelos míticos: Dunlop, Colibrí, Zippo, hasta coincidir casi todos en que el súmum de la perfección lo encarnan los yesqueros desechables. Nunca fallan, duran una barbaridad, son económicos, y no requieren mantenimiento, cosa imprescindible en los demás tipos, que precisan de ser rellenados cada cierto tiempo del combustible que utilizan, o que se le reemplaze la yesca que le da su nombre característico. 

Yo vengo de una familia de fuertes fumadores, y por lo tanto los yesqueros eran artefactos que estaban al alcance de la mano, por todos los rincones de la casa. De todos los tamaños, de diferentes mecanismos. Recuerdo el portátil de mi padre, un Colibrí dorado, que encendía la mezcla gracias a una chispa eléctrica. Pero el que mayores memorias me evoca fue uno, publicitario, obsequio de una joyería que seguramente era cliente de la fábrica de mi papá. Era una especie de paralelepípedo acrílico, macizo, de base y tope rojos y cuerpo transparente, que albergaba en su interior una ostra abierta, que tenía sobre la valva inferior una perla. Era un objeto fascinante: podía admirarlo por largo rato, tratando de imaginar lo que sería estar atrapado dentro de una cárcel así, con una vaga sensación de claustrofobia, e imaginando una manera de sacar indemne esa perla de su plástica reclusión. Claro que nunca lo logré; es más, nunca atenté contra la integridad del yesquero.


No sé a donde fue a parar; como todo, dejó de formar parte del entorno, un buen día, sin que nadie lo echara de menos. Un traste más, un adorno viejo y gastado, que ya había cumplido su misión, y fue a parar al basurero. Quien sabe si alguien logró liberar a esa perla, o si sigue en su transparente ataud.

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